«Se me venía el mundo abajo solo de pensar en volver a coger las maletas»

M. REI / P. B. CARBALLO / LA VOZ

CAMARIÑAS

Ana García

LOBOS DE MAR | El mar es su vida, años y años en los que hubo momentos duros pero también felices. Oriundo de Camelle, Manuel Suárez Pose pasó largas temporadas embarcado. Próximo a jubilarse, da vida a maquetas de navíos naufragados

06 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Durante toda su vida, Manuel Suárez Pose (Camelle, 1965) ha tenido siempre la mirada puesta en el océano. Podría haber escogido otra profesión, pero siendo su familia marinera, para él el mar lo era todo. Como muchos niños de su época, empezó muy joven y estaba deseando terminar el colegio para poder empezar con los barcos. Con 14 años inició su carrera, aún sin papeles, y a los 15 le dieron la libreta del mar. Eran jornadas de ir con su tío a la langosta por el día y a la nécora por la noche, pero siempre volviendo a casa para dormir.

Todo esto cambió cuando cumplió los 17 y se embarcó en una campaña de nueve meses en un barco alemán. Era su primera experiencia lejos de su hogar, y Manuel la recuerda como un momento duro, de morriña y de pensar mucho en los suyos. Las comunicaciones eran una odisea, tanto que cuando recibió la carta de la boda de su hermana esta ya se había casado. La mercante no le gustaba, por lo que lo dejó, y tras un par de años, en los que se casó y tuvo a su primera hija, se compró su primer barco.

«Era un barco usado, pero con el que me podía sentir como un rey, porque era mi vida y eso se lleva muy dentro, es como si tuvieras alas y volaras», explica. Pero en esos momentos Manuel tenía 21 años, y justo tras tal importante inversión, le llegó la carta para la mili, con lo cual lo vio peligrar todo. Incluso así, acompañado de su mujer y con su hija cogida de la mano, se presentó en la casa de reclutas. Allí les dijo que, si tenía que ir, las llevaría con él. El guardia que los recibió se echó a reír, recuerda, hasta que le dijo: «No hombre, no, vete a casa». Teniendo hijos, quedaba exento del servicio militar.

Ana García

Después de este primer barco vino un segundo más grande, y tras un año malo en el que perdió muchos aparejos, vendió su embarcación y se volvió a la mercante. Trabajó por todo el mundo, desde Cuba a Nueva Zelanda, y aunque pudo ver países que le parecen maravillosos, cada vez le gusta más su pueblo y su tierra. Entre esos sitios Manuel tiene un lugar grabado en sus memorias, el Canal de Suez: «No sé lo que era o lo especial que tenía, pero en esas horas que pasaba cruzando el canal parecía que había magia».

A lo largo de su vida en el mar tuvo que hacer frente a muchos temporales y muchas desesperaciones. «Cuando te encuentras en medio de un temporal con fallos en el barco te sientes inútil, sientes que no tienes nada que hacer». Situaciones donde desde el más pequeño al más grande se ven igual de impotentes ante la inmensidad de la tempestad: «Todo el puente de mando pensando lo mismo, ver a tu compañero de al lado, mirarte a los ojos y decirte: ‘Manolo, a dónde hemos venido a perdernos’». Pero no todo son malos recuerdos y también atesora buenos momentos, del compañerismo en el barco y de los fines de semana, cuando si el tiempo acompañaba hacían churrascadas a bordo.

En uno de estos viajes se encontró con un vecino suyo en Bilbao, que trabajaba de inspector. Bromeando, le dijo que a ver cuándo le hacía un hueco para él allí. Lo que fue una simple conversación trivial se convirtió en el premio gordo de la lotería para Manuel ya que, un mes después, recibió una llamada: «Pasado mañana tienes el vuelo de Santiago a Bilbao». Tras estar años en largas campañas lejos de su familia, en las que apenas pudo ver crecer a su segunda hija, ahora podría trabajar «al lado de casa». Fue tal el cambio en su vida que aún se acuerda de las maletas que tenía cuando embarcaba. Las guardaba hasta hace poco en el desván de casa, y cuando subía allí, dice, no podía evitar girar la cabeza para otro lado, intentando no verlas: «Se me venía el mundo abajo solo de pensar en volver a coger las maletas».

Ana García

El recuerdo de aquellos que se llevó el mar

La Costa da Morte es conocida por su belleza, pero no menos por sus naufragios. Fueron muchas las vidas que se perdieron frente a sus acantilados, y también otras muchas las que se salvaron. Manuel Suárez no quiere que el recuerdo de estos sucesos se pierda, siendo este uno de los motivos que le llevó a empezar a hacer barquitos a escala de los barcos naufragados: esto es, maquetas. El primer barco al que dio vida de esta forma fue el City of Agra, el cual salió de Liverpool un 29 de enero de 1897 con destino a Calcuta, pero que vio truncado su destino el 3 de febrero en los bajos de Canesudo, partiéndose en dos. El motivo de su elección no fue trivial, ya que el bisabuelo de Manuel fue uno de los marineros que sin pensarlo se lanzaron al rescate en pleno temporal, arriesgando sus vidas para salvar a unos completos desconocidos. Tal fue la hazaña que el gobierno británico concedió por estos hechos su medalla de mayor distinción, la «For Gallantry and Humanity».

Más allá de lo histórico, Manuel reutiliza todo tipo de materiales para hacer sus maquetas, hasta el punto de que la del City of Agra está construida con un 90 % de materiales reciclados. Le llevó aproximadamente nueve meses y tras esa vino una del Serpent y otra del Nil. Pero hay espacio para más que los naufragios, y también hizo algún balandro, así como barquitos que regalarle a sus familiares cuando están de aniversario: «Les gustan a todo el mundo, son muy bonitos, aunque llevan mucho tiempo». Después de trabajar embarcado en largas campañas por todo el mundo, y después de ese puesto en el puerto de Bilbao en sus últimos años laborales, Manuel en pocas semanas obtendrá la jubilación. Eso sí, lejos de aburrirse, tiene ocupación para rato: entre las patatas, ir en su barco a pescar o su próxima maqueta, el Yeoman.