Paquita Antelo: «En Berdoias a xente non era dona de nada»

Marta López CARBALLO / LA VOZ

CARBALLO

ANA GARCÍA

«Puiden ir á escola ata os 14 anos e considérome unha afortunada», dice esta vimiancesa

18 feb 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

En lo que dura esta conversación telefónica, la llamada se corta hasta cinco veces. «Isto non hai quen o ature, miña filla». Paquita Antelo lleva desde antes de Navidad sufriendo problemas en su móvil, y como ella, el resto de la parroquia. Ayer hubo suerte: al menos pudimos hablar en tramos de tres o cuatro minutos, pero ya se ha perdido citas médicas y rara vez puede acabar una conversación. Ha puesto reclamaciones que por el momento han caído en saco roto, pero que no sea por intentarlo.

Paquita sabe lo suyo de movimiento vecinal. Hace diez años que forma parte de la directiva de la asociación parroquial y hace poco han alegado contra el proyecto del parque eólico de Berdoias para proteger su patrimonio. «Con isto das eólicas é como se nos tirasen un xerro de auga fría. Queren poñelos enriba das casas, mesmo onde está o dolmen e os petróglifos. Eu coñezo xente que agora se foi acostumando, pero ao principio non conciliaban o sono polo ruído que fan os muíños», se lamenta la vimiancesa.

En Berdoias, último recodo de los arrendamientos históricos, «a xente non era dona de nada». Hasta el 2000 las gentes no pudieron hacerse con las casas y terrenos que les habían visto crecer y hace apenas año y medio que un vecino pudo comprar su vivienda. Una lucha histórica por el reconocimiento de los derechos que trajo consigo amenazas, encarcelamientos y mucho sufrimiento. Pero Paquita cree también que trajo algo bueno: «Como ninguén era propietario, non se podía tocar nin desfacer nada, nin mover unha pedra. Por iso creo que se mantivo tan ben conservado o noso patrimonio: eiras, cabazos, lacenas...». Eso sí, fueron tiempos oscuros para Berdoias. Ni se imagina lo que padeció la generación de sus abuelos, pero sí conoció la miseria de la de sus padres: «Non poder nin sequera cortar algo de madeira para quentarte no inverno, madeira da terra que ti traballabas... Iso era unha miseria. Tamén nos din agora que os eólicos nos van reportar beneficios por estar nos nosos montes, pero iso non é certo porque nós aquí non temos nada. Como sempre, o rico cada vez máis rico», lamenta.

Ella, como tantos, se buscó la vida fuera. Pudo ir a la escuela hasta los 14 años, algo por lo que se siente muy afortunada. Le gustaban los estudios, pero en casa no había medios: había seis hijos a los que mantener. A los 17 se casó y se fue con su marido a Francia: «Cheguei alí sen saír nunca da aldea, nunha cidade como París e sen entender nada do que me dicían. Moito chorei!», rememora. «Vexo á miña neta, que vai facer 17 anos agora, e para min é aínda unha neniña. Penso no toliña que estiven eu no seu día, pero que ías facer na aldea? Non había outra!».

Tuvo a sus dos hijas mayores y entonces le ofrecieron a su marido un empleo en Canadá, en donde buscaban profesionales de su especialidad, así que para allí se fueron durante 13 años.

La adaptación a este segundo destino no fue tan dura. «Dominaba o idioma e iso xa mo facilitou moito», dice la de Berdoias. Aunque se le hizo cuesta arriba por otro motivo muy diferente: vivir separada de sus dos hijas mayores. Estando en Canadá tuvieron una tercera y decidieron volver a casa. Además, su marido comenzaba entonces a enfermar,

Paquita aprendió a coser de su madre, siendo niña. Pero también atendió a las lecciones de una señora de la aldea que le enseñó palillo, bordado, calceta... Los jueves por la tarde no tenía clase y se dedicaba a aprender labores. Al salir de la escuela hizo un curso de corte y confección por correspondencia con una academia de San Sebastián: le enviaban todo el material, ella hacía los patrones y se los devolvían corregidos. Después también hizo un curso de patronaje, otro de cocina también a distancia... Acabó por hacerse modista y fue a este oficio a lo que se dedicó tanto en la emigración como una vez de vuelta, cuando montó una mercería en Vimianzo en la que hacía encargos, vestidos y todo tipo de ropa.

Al fallecer su marido, en 2001, la cerró y se incorporó a un taller de costura los últimos años de cotización antes de jubilarse, a los 65. Ahora, asegura, vive «unha vida familiar, dedicada aos netos. Teño 73 anos, xa non son ningunha nena!». Bromea con los tramos de vacunación. Ella prefiere que vayan unos cuantos antes, para ver qué tal les va. «Isto é unha miseria. Moitas depresións van saír do coronavirus!», filosofa.

Solidaridad

En la primera ola, cuando el material de protección era un bien preciado y escaso, se dedicó a coser mascarillas para todo aquel que se lo pidiese. Empezó por hacerlas de telas sueltas que tenía por casa y después se surtió de generosas donaciones que le iban haciendo: «A verdade é que a xente portouse, colaborou moito, involucrouse, foi unha pasada», recuerda.

En todo este tiempo -todavía las confecciona- habrá hecho, calcula, de 1.500 a 2.000 mascarillas al menos. Y las ha mandado hasta Ferrol, Madrid o incluso Andorra. Las entregó siempre a quien las precisase, hasta a los veterinarios que visitaban las casas de sus vecinos: «Un díxome que a gardaría de recordo», indica. Aunque no hará falta algo tangible como una mascarilla para recordar a un año como el 2020.