Piter Rodríguez: «Dos policías de Caracas me robaron la pistola y después me extorsionaron»

Cristina Viu Gomila
Cristina Viu CARBALLO / LA VOZ

CARBALLO

Ana García

Dejó Venezuela hace cuatro años y acaba de abrir su propio negocio con un crédito. Ahora es manicurista y pedicurista en una céntrica calle de Carballo

22 oct 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

«Por mi trabajo de gerente de un restaurante en Caracas tenía que ir armado», explica Piter Rodríguez mientras maneja con soltura los útiles de manicura en su negocio de la calle Coruña de Carballo. Si ya sorprende, al menos en Galicia, que un hombre pinte uñas femeninas, más chocante resulta que el manicurista haya llegado a España huyendo de la extorsión policial.

Piter no ahorra detalles. «Era por Navidad y me pararon dos policías en un control. Les advertí que iba armado por mi trabajo. Me pidieron el arma, el teléfono y la riñonera que llevaba y uno le dijo a otro: Mátalo». Y lo cuenta con la normalidad de quien no solo lo ha vivido sino que lo ha recordado muchas veces. «Por suerte pasó un camión de reparto y dijo uno: ‘Déjalo, ya coronamos'». En argot significa que ya habían conseguido el botín.

Piter presentó la correspondiente denuncia, pero los presuntos autores quedaron registrados como «hampa común» y no como agentes del orden. Ahí corresponde un punto y aparte en la vida de este venezolano del 79 huérfano de madre desde los 11 años e interesado por la manicura y la pedicura desde tiempo atrás. Fue una novia, de escasa duración, la que le dio el pequeño empujón que necesitaba al proponerle un negocio de estética. No era para él un mundo ajeno porque su madre se dedicaba a ello y en Venezuela era en esos momentos uno de los más prometedores. El noviazgo acabó antes de montar el salón, pero Piter ya estaba embarcado en el estudio de la podología. Tenía las ganas y la destreza manual necesaria. Ya no había vuelta atrás.

Ya estaba trabajando en una clínica privada después de hacerlo un tiempo con uno de sus profesores cuando la historia de los policías de aquella Navidad volvió a hacerse presente. Había cambiado de empleo porque «tenía aspiraciones. Quería comprar un coche, un apartamento, formar una familia...». Lo normal. Había abandonado al decano de la escuela donde estudió para prosperar. Trabajaban mucho, pero en una barriada y hacían labor social, pero eso da poco dinero. Quizá fue eso lo que le perdió.

«Recibo una llamada de un inspector que vendría siendo como la policía científica de mi país y me dice que necesitan hablar porque mi arma fue recuperada en un procedimiento», explica. Pregunta qué deben hacer para recuperarla, pero la conversación no sigue por los derroteros previsibles. «No, no me entiende. Tenemos que llegar a un acuerdo. Me entrega un dinero y yo le devuelvo el arma», rememora Piter. De nada vale hacer valer la copia de la denuncia. Le han investigado y saben que las cosas le van bastante bien. Hace el primer pago y, claro, no le devuelven la pistola. Tampoco tras el segundo. Ya no hay un tercero porque el manicurista ya tiene claro que nunca llegará a ver el arma robada. Mucha angustia, varias noches sin dormir y un coche patrulla frente a su casa una noche cuando regresaba del trabajo hacen que Piter Rodríguez decida desaparecer primero en casa de un amigo y, una semana después, rumbo a España.

Es la red de amigas que ha ido tejiendo con el tiempo y en la iglesia a la que asiste la que le va abriendo una serie de oportunidades que hacen que en el verano del 2016 aterrice en el aeropuerto de Madrid. La idea era pillar un tren para ir a Barcelona, pero a última hora todo cambia y termina en autobús con destino a Pontevedra.

De la ciudad del Lérez va a Ferrol y a A Coruña, siempre trabajando para franquicias y siempre sorprendiendo por estar en un oficio en el que los hombres son minoría y en el que ha tenido que enfrentarse a alguna que otra discriminación. El mundo al revés. «Algunas señoras me miraban con mucha sorpresa y no querían que las atendiera», reconoce. «Si no se dejaban tocar las manos por un hombre, menos los pies. Hay mucho pudor con eso», explica. Pero ahí sigue.

«Los días de feria los abuelitos se quedan mirando. No entienden lo que hago»

Cuando todavía vivía y trabajaba en Ferrol, Piter venía a menudo a la Costa a Morte. A las ferias, a dar un paseo por Camariñas o Muxía... Una de sus amigas era aficionada a venir a la zona y la acompañaba. Fue ella, del sector, la que le dijo que si montaba algo que fuera en Carballo. Ya estaba en A Coruña cuando empezó a plantearse un negocio propio, pero la ciudad herculina estaba infestada de este tipo de salones y recordó el consejo. Se vino a Carballo a trabajar para otros, pero finalmente dio el salto y un banco lo avaló. Ahora tiene un crédito, un alquiler y un horario muy amplio para poder remontar.

Los inviernos se le hacen duros, acostumbrado al clima caribeño y la ausencia de la familia también. No se queja, pero el covid se llevó la oportunidad de traer a su padre tras cuatro años sin verse. Tenía que ser en primavera, pero el confinamiento se lo impidió y ahora no quiere arriesgarse a que se quede atascado en cualquier aeropuerto en un viaje tan largo. Habrá que esperar y ni se le ocurre traerlo ahora. «Viene el frío y si le hago pasar un invierno aquí no vuelve nunca más», dice.

Y mientras llega el momento de ver a su progenitor sigue haciendo uñas acrílicas esculpidas o manicuras rusas, además de pedicuras y maniobras de reflexología podal a un número cada vez mayor de clientas y ante la sorpresa todavía de muchos. «Algunos piensan, qué hace este tío ahí», dice divertido. Los días de feria se convierte para muchos en un espectáculo. A veces incluso se juntan varios señores que intentan descifrar a qué se dedica ese hombre tan grandote con las delicadas manos de las mujeres. Pero cada vez llama menos la atención. Menos mal.