Matar nunca es una buena solución

J. V. Lado CIUDADANA

CARBALLO

27 feb 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuesta decírselo a la cara a alguien que ha visto como le desaparecía de repente su pequeño rebaño de ovejas, como se quedó sin la prometedora novilla de la que esperaba una producción de leche o como se vuelve desesperante el intento de mantener una manada de yeguas mostrencas. Pero matar nunca es una buena solución. Al menos no puede ser lo único que se nos ocurra a los mayores depredadores del universo conocido para regular la convivencia con otros animales. Particularmente con el lobo que, si nos abstraemos de la preponderancia cultural o tecnológica, ocupa un puesto en la pirámide muy parecido al nuestro.

Aun a riesgo de tener que escuchar el demagógico «pois lévaos para a túa casa», los lobos hacen falta. Cumplen una función primordial en el ecosistema, por ejemplo a la hora de atacar los animales más débiles o enfermos para que se reproduzcan los que más pueden aportar al sostenimiento de las especies. Incluso cortan con esa acción de policía sanitaria por así decirlo y por cruel que pueda parecer, la proliferación de enfermedades.

De hecho, el propio ecosistema le busca su sitio y también se adapta a él hasta que llega la mano del hombre a perturbar ese equilibrio. José Manuel Menéndez, de Senda Nova, lo explica con un ejemplo muy gráfico que vio en Redes (Asturias). Estaba de caminata con otros compañeros y uno de ellos llevaba a su pastor alemán. Había varias vacas pastando, la mayoría de especies que se han introducido por su producción cárnica y, en medio, una casina, que es una variedad autóctona de la montaña asturiana, bastante huesuda y, por tanto, menos productiva. Mientras el resto ni se inmutaron, «plantou os pelos coma se fose un gato». Había visto en el inofensivo perro, poco más que un cachorro a ese enemigo natural y estaba activando sus mecanismos de defensa, desarrollados y transmitidos durante cientos de generaciones habituadas al territorio.

El ser humano, a su manera, ha hecho lo mismo, porque no hay que olvidarse de que la depredación porque sí, de tipo lúdico, por llamarla de alguna manera, es algo muy reciente en el conjunto de la evolución de la especie, apenas tiene unos pocos miles de años. Matar siempre ha tenido el sentido de satisfacer necesidades, bien de seguridad o de alimentación, de supervivencia al fin y al cabo.

En pleno siglo XXI esa necesidad de supervivencia debería estar enfocada en el sentido de proteger el medio que nos rodea en la medida de lo posible y no en el de seguir alterándolo de manera irremediable. El camino contrario lleva, inexorablemente, a que el malo del cuento no sea el lobo, sino otro depredador con menos pelo y que anda sobre dos patas.