Curarse de la niñofobia en el materno infantil

CARBALLO

20 dic 2018 . Actualizado a las 19:18 h.

Hasta que tuve uno en casa le tenía miedo a los gatos. Para mí eran una amenaza. Aunque fuera un minino de meses, la posibilidad de que saltase sobre mí y me arañase suponía una alerta constante. Esa mirada felina me generaba una enorme incomodidad, rayando ya en la ansiedad. Mi vida era mejor sin gatos. Cuando iba a casa de alguien y tenía uno lo pasaba mal. Alguna vez llegué a preguntar si lo podían encerrar en una habitación.

Ahora recuerdo aquel comportamiento irracional cuando veo a gente que tiene la misma relación con los niños. La que entra un niño en un bar y, en lugar de parecerle tierno o darle igual el pequeño, se le enciende la misma alerta que a mí con los gatos. Los interrogantes se disparan ¿Y si chilla y no puedo leer el periódico? ¿Y si me tira el café? ¿Y si se sube encima de la mesa? Ansiedad. Sirenas. Terror. No les lleves la contraria. Tienen una lista de malas experiencias. Igual que yo tenía una de arañazos gatunos. Si de ellos dependiera, a los críos se les vetaría el acceso. Incluso pagando más, si hiciera falta.

Me ocurrió hace poco en un restaurante del centro. Teníamos una mesa grande con varios padres con niños. Los sentamos a todos juntos en un extremo. Al lado de ese extremo había una mesa pequeña reservada. Fue ocupada por una pareja. Estaba entre el baño y la nuestra. Al llegar, la cara de ambos fue un poema: los versos mismos del desagrado. No por los olores que podrían provenir del baño, sino por la presencia de críos que podían perturbar su comida. Se quedaron un rato en silencio, supongo que valorando el irse. Al final permanecieron. Tuvieron suerte. Hacía buen día. Los niños, con alguna pelea por el kétchup y alguna voz más alta que otra, comieron a toda prisa y se fueron a jugar.

Pensé en el rostro de aquella pareja esta semana en una sala de espera del materno infantil. El centro ha dispuesto algunos juguetes y libros para que todo sea más llevadero. Y aquello casi parecía un parque de bolas con los niños de aquí para allí. Un par de ellos hacían persecuciones de coches bastantes ruidosas, chocando contra las paredes, con los padres pasando de todo. Vamos, toda una jauría con esa explosividad que se tiene a los seis años. Hasta a mí, padre y neneiro total, me molestaban. Me veía en el papel de indignado. Pronto me reí de todo. Aquello tan bestia sería una terapia de choque perfecta para personas como la pareja del restaurante que aspiran a un mundo sin niños perturbadores.

A lo mejor así perderían el miedo. Igual que lo perdí yo cuando me metieron el gato en casa. Y no quise que saliera nunca más. Igual que cuando terminas en el bar haciéndole un avión al niño con una servilleta y disfrutando con la cara que pone al verlo volar. Eso sí, cuidado: que el avioncito no aterrice en la mesa equivocada.