Ojalá un día puedan verle la cara a la justicia

Xosé Ameixeiras
Xosé Ameixeiras ARA SOLIS

CARBALLO

18 mar 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Llevan sus manos tatuadas con las afrentas de la vida. No es una moda. Es el largo recorrido de una existencia con más penurias que satisfacciones y más sacrificios que disfrutes, aunque nunca le negasen una mirada clara y una sonrisa a los seres de su alma. Ya de muy jóvenes le vieron la cara negra al hambre. Mismo un terrón de azúcar era un sabor de gloria. Las alegrías infantiles procedían de casi nada y de la naturaleza. Un poco de amor era el don más valorado. En aquellos hogares regían normas casi cuartelarias. Como mucho un cariño o una caricia maternal. Sus pocas letras las recibieron a golpes en las tardes que no había que ir apacentar el ganado. La hoz y la horquilla se convirtieron para siempre en compañeras inseparables. Aun así, la alegría la daban de balde. Un vestido nuevo era una bendición. La que tuvo un poco de suerte pasó más tiempo con la aguja. Su juventud fueron cuatro atardeceres en romerías a las que se iba caminando y algún paseo en ferias próximas. A poco de abandonar la adolescencia ya estaban cargadas de hijos, los cerdos gruñendo en la pocilga o con el arado en la mano y las obligaciones del hogar a cuestas. Siempre fieles a la filosofía de que lo poco es mucho si se sabe administrar bien. Nada les fue regalado. Y sin olvidar que hay que ser previsores y «hai que gardar da risa para a chora», o «un non sabe a onde chegará», como cuenta en una entrevista en estas páginas Dolores Lema, la directora de la Mostra do Encaixe. Ahora, la artritis les desfigura los dedos, cada vez más curvos, pero no les impide cuidar las gallinas, sachar patatas, plantar lechugas, hacer la comida, limpiar la casa y realizar un sinfín de pesadas tareas de siempre que por ser costumbre se toman como preceptivas. Las fuerzas menguan poco a poco, pero el sol les trae cada día las obligaciones de siempre. «E nunca peor», suelen repetir con una sonrisa infinita. La mayoría mira con cierto interés y algunas dosis de desdén hacia las pantallas, en las que asoman miles de rostros reclamando pensiones justas. Muchas de ellas rigen todo el mes con la cuenta de una comida de francachela entre amiguetes en cualquier restaurante de menú a la carta. Y aún atesoran para agasajar al nieto o sacar a cualquier hijo de apuros. Las jubiladas de la Costa da Morte no salieron a manifestarse. Lo hacen a diario con su régimen de austeridad. La mujer rural siempre fue la gran perdedora de la sociedad. Durante gran parte de su vida apenas tuvo derechos y sus sacrificios jamás tuvieron recompensa. Ojalá un día puedan verle la cara a la justicia de verdad.