El cáncer silencioso que corroe esta tierra

CARBALLO

11 mar 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

«Todos tenemos una calle en la que duermen los días más hermosos», escribe con añoranza Maxi Olariaga en una página de este periódico. Sin embargo, muchas de esas calles que decenios atrás rebosaban de risas, idas y venidas y algarabía en general, están como jubiladas. Absortas en su confusión, entre la soledad y los ruidos de los autos. Cada vez tienen menos gente que las pasee. Solas, con carteles de se vende o se alquila, cuando no de casas con verdín que atesoran mucha historia, pero nula actividad, como si a los tiempos idos hubiese que pasarle página porque la gente de allí se ha ido y no hay ni ha venido otra nueva que la llene de vida. Será la caída demográfica, ese cáncer silencioso que corroe nuestra tierra. O la falta de oportunidades. La pescadilla que se muerde la cola. Si no hay gente, las oportunidades tampoco tienen sentido. O están ocultas de tal manera que no se pueden o quieran ver. El hecho es que los números nos matan. Caen sobre esta comarca como una maldición. Nos cortan la respiración. Como si una fuerza inexplicable expulsara a los hijos de este solpor que todos quieren conquistar. Esa vida que te zarandea y te lleva como una hoja seca de otoño de un lugar a otro sin que muchos de nuestros jóvenes y ya no tan jóvenes puedan tener asiento en alguna parte, como marionetas de un mundo cruel que la única oportunidad que da es la de respirar y a duras penas. Sin poder echar el musgo que te vincule a un lugar de vida, como le suele ocurrir a la piedra movediza, que jamás arraiga en ninguna parte y es de ningún sitio. Por eso todos andan a patadas con ella cada vez que se la encuentran.

Alguien debería despertar el alma dormida de esta tierra para hacerla fértil de nuevo, como cuando llenaba sus hórreos, ahora de adorno y atractivo etnográfico. O hacía girar las ruedas de los molinos, actualmente abandonados y muertos, asaltados por la maleza y la destrucción. Triste es el pueblo que no puede darle cobijo a sus hijos. Se queda sin alma. Solo son recuerdos que, tal vez, resurgen un día de verano con la fiesta del patrón y el retorno de alguno al que aún le queda un trozo de raíz que regar. Un rumbo torcido que va directo a los acantilados de la historia si nadie le pone remedio. Y los dirigentes, los gobiernos y sus oposiciones, y los alcaldes, sin darle solución aparente. Más distraídos en cuidar su jardín de votos, cada vez más menguantes. Se les van en comitivas que cada vez discurren con más urgencia hacia los cementerios. Como si a la muerte también hubiese que despacharla con la rapidez del desinterés.