Feísmo también en la urbanidad

Santiago Garrido Rial
Santi Garrido CRÓNICA

CARBALLO

14 nov 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Con algunas opiniones corremos el riesgo de caer en aquel viejo síndrome del emigrante de vacaciones. Alguno, muy pocos, nos daban la matraca una y otra vez con que determinados comportamientos, en su país destino (Suiza, la inmensa mayoría de las veces) eran intolerables, no se caía en ello, o en caso de hacerlo el castigo era duro, tanto económico como de repudio social. Todos sabemos de qué hablo: limpieza en vías y locales públicos, urbanidad (por ejemplo, no obstaculizar el paso en una acera cuando llega otra persona), hablar en voz baja... Aunque en el fondo sabíamos que tenían razón, esa moralina que nos soltaban quienes solo veíamos una vez al año no nos gustaba mucho. Tal vez por las formas, o por no querer reconocer una realidad impúdica, por mucho que nunca es todo blanco ni todo negro, y hay cosas malas y buenas en todas partes.

Pero conforme pasan los años, no queda otra que reconocer que, pese a haber mejorado bastante, aún nos queda un largo camino. Las cosas como son. Y son con grandes y con pequeños. Tenemos episodios casi cada mes, y esos son los que trascienden. No puedo entender cómo unos chavales pueden llenar el hueco del magnolio centenario del Parque do Anllóns para prenderle fuego y a ver qué pasa. O pintar paredes próximas y no tan próximas. O partir, por mera diversión, los árboles jóvenes de la calle Jacinto Amigo Lera, hoy simples cotos no renovados (¿para qué?), al lado de jardineras, que no son lo mismo.

En Castriz, el río Mira, que baja de Seavia, han creado un área de recreo excepcional que en invierno es una sucesión de cataratas (y que con sequía llevan mucha agua). Al lado hay cinco molinos rehabilitados y pasarelas que, oh sorpresa, también han sufrido el ataque de los gamberros. Me recuerda lo que pasó más de una vez en Pedra Vixía, cerca de Baio. Hacer daño por el absurdo placer de hacerlo.

Los ruidos. A veces, en algunos locales, los clientes parece que compiten por gritar aún más que el de al lado. Pena de un megáfono a mano, para lograr más eco aún. O de dos. Incomprensible. Como las motos con el escape trucado que aún funcionan (burrada habitual en otras épocas) y que despiertan a los vecinos de dos calles más allá.

O la limpieza. Estos días, sin fijarme, sin buscarlo, me he cruzado con al menos diez personas que, en plena calle, o en la puerta de un bar, arrojan la colilla a la acera, sin más. Sin buscar un cenicero próximo (no todos los locales lo tienen), o una papelera, o algo en que depositarlo momentáneamente. Con los chicles, lo mismo.

Será una minoría, vale. Pero es una minoría muy visible.