Los pájaros de Shakespeare

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado ESCRITOR Y PERIODISTA

CARBALLO

Ed

Esta mañana, al despertarme en un hotel de Míchigan, un estornino se posó en el alféizar de mi ventana y me hizo recordar de repente que hace cuatrocientos años murió Shakespeare

23 abr 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Esta mañana, al despertarme en un hotel de Míchigan, un estornino se posó en el alféizar de mi ventana y me hizo recordar de repente que hace cuatrocientos años murió Shakespeare. Así son los pensamientos: se posan como los pájaros. Y en este caso el pájaro mismo era el pensamiento. Porque el estornino norteamericano, aunque no lo parezca, es una criatura eminentemente shakesperiana.

Por Shakespeare se han hecho muchas locuras. Recuerdo, por ejemplo, el caso de aquel tipo, creo que era polaco, que estaba tan obsesionado por interpretar un papel en alguna obra del Old Vic Theatre que acabó donando su cuerpo para que -una vez muerto- usasen su calavera en la famosa escena de Hamlet -y que no es la de «Ser o no ser», como se piensa tantas veces, sino «Oh, pobre Yorick»-. También conocí una vez a un señor de Yorkshire que les había puesto a sus tres hijas los nombres de las hijas del rey Lear; lo que, considerando lo que le hicieron a Lear sus hijas, parece una temeridad.

Pero quizás el mayor disparate que se ha hecho nunca por el bardo de Stratford sea el que cometió Eugene Schieffelin en 1890. A este farmacéutico alemán que había emigrado a Estados Unidos se le metió en la cabeza la idea de que había que llevar al Nuevo Mundo todas y cada una de las especies que menciona Shakespeare en sus obras.

Shakespeare cita, por lo menos, unas sesenta especies, desde el búho que da las buenas noches a Lady Macbeth al halcón que Hamlet oye gañir cuando sopla el viento del sur, o la discusión doméstica que tienen Romeo y Julieta a cuenta de si es la alondra o el ruiseñor quien los despierta tras su primera noche de amor. Pero hay una línea en Enrique IV (Parte I) que acabaría provocando una catástrofe. En el primer acto, Hotspur dice que, para atormentar al rey, se va a hacer con un estornino y enseñarle a decir el nombre de Mortimer, su gran enemigo, para que se lo repita a todas horas. Hotspur no llega a hacerse con el estornino ni Shakespeare vuelve a mencionar a este pájaro en ningún otro sitio, pero esta línea le bastó a Schieffelin  para soltar sesenta especímenes de estorninos en el Central Park de Nueva York una fría mañana de marzo. Y, para asegurarse, al año siguiente soltó otros cuarenta.

Schieffelin había fracasado con el pájaro piñonero y con la alondra, pero el estornino se convirtió rápidamente en una especie invasiva. Nunca la ficción, seguramente, ha transformado tan rápido la realidad. Por decirlo de alguna manera, los pájaros de Shakespeare son una anticipación de los de Hitchcock. Mozart tenía un estornino por mascota, y lo quería tanto que cuando murió le hizo un entierro solemne. Pero en grandes cantidades el estornino es una plaga. Se come el grano de las vacas, destroza la fruta. Se calcula que aquí, en Estados Unidos, causa unos mil millones de dólares en daños anualmente. Peor aún, es un peligro en los aeropuertos y, en una ocasión al menos, provocó que un avión se estrellase al despegar del de Boston, causando sesenta y dos muertes que no sé si habría que considerar, en cierto modo, víctimas indirectas de la belleza de la prosa de Shakespeare.

El estornino que se posó esta mañana en mi ventana, refugiándose de la lluvia y piando enloquecido, tenía sin embargo un aspecto bien pacífico: un pequeño pajarillo iridiscente, inocente como Ofelia o como Desdémona. Dijo su monólogo, que, como buena parte de los de Shakespeare, estaba basado en el monosílabo, y, como un actor, hizo un elegante mutis.