Dos visiones de la villa de Fisterra

luis lamela

CARBALLO

El castillo de San Carlos de Fisterra aparece en una de las visiones ofrecidas desde la revista.
El castillo de San Carlos de Fisterra aparece en una de las visiones ofrecidas desde la revista. marcos rodríguez< / span>

Crónica a raíz de dos textos publicados en la revista «Alborada»

23 oct 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

En 1925, Manuel Areas Blanco, un emigrante de Lires-Cee en Argentina, publicó en la Revista Alborada de Buenos Aires una breve descripción geográfico-económica del municipio fisterrán. Comenzaba señalando que la cabecera del término municipal es la hermosa villa de Fisterra, en la parroquia de Santa María, población asentada en la falda noreste del monte de San Guillermo, bordeando la playa -hoy desaparecida por los sucesivos rellenos-, pasando por encima de la punta de Cala Figueira y extendiéndose también por ese mismo arenal.

Según el emigrante de Lires, Fisterra tenía en aquel año de 1925, puerto -un puerto natural sin intervención de la mano del hombre, abierto a los vientos del norte y del suroeste, extremo que no señala el autor-; estación radiotelegráfica (en el Faro); una iglesia parroquial -y una capilla del Buen Suceso que tampoco menciona Areas Blanco-; alumbrado eléctrico, escuelas, casas de comercio, varias sociedades obreras y de pescadores, Casino de Artesanos..., además de industrias de conservas alimenticias, salazón de pescado y confección de encajes. Estas constituían, junto con la pesca de bajura, las más importantes fuentes de riqueza del municipio, con mercado todos los lunes, miércoles, viernes y sábados.

El terreno del término municipal era -y es- montañoso, con una parte cultivable de buena calidad especialmente en el valle de Duio, en el que se sembraba principalmente maíz, patatas y legumbres, produciendo frutas de todas clases (sic), además de criar ganado vacuno y porcino. No obstante, su principal actividad económica, de la misma forma que en el presente -y añadimos hoy la importante oferta turística-, fue siempre la abundancia de pesca artesanal.

Durante aquellos años, los extensos bosques de pinos motivaban un activo comercio de maderas en el municipio de Fisterra, cuyo embarcadero especial se encontraba en Sardiñeiro, población que había surgido sobre la carretera a Corcubión, destacando sobre las demás por su modernismo y su hermosa playa. Un pueblo, el de Fisterra, que, según Areas Blanco, prometía mucho por su actividad comercial.

«Dejada de la mano de Dios»

Tres años más tarde, también en una revista Alborada, aparecida en el año 1929, en su editorial de fondo emerge otra visión del pueblo del Cabo, una visión social, cruda y muy crítica con el Fisterra de 1928, al que el editorialista había visitado: «Allí, entre el dédalo de callejuelas, por muchas de las cuales apenas puede pasar una modesta bicicleta -escribe-, tiene que hacer una serie de raras piruetas el automóvil que quiera ir hasta el Faro -advertimos que no existía la actual carretera que bordeó en su día la población, hoy integrada plenamente dentro del casco urbano-, el que, para poder pasar de la plaza principal, debe ser de formato pequeño, porque si se aventura el viajero con otro mayorcito tiene que dejarlo allí y valerse de sus extremidades inferiores haciendo footing como los ingleses propensos a este deporte. Y no hablemos de otras de sus calles y encrucijadas, porque sería el cuento de nunca acabar».

«Desde los tiempos de la pasada guerra europea -el editorialista de Alborada se refiere a la primera guerra mundial-, se implantó en España el aumento de una hora durante la estación de verano a fin de aprovechar la luz solar. Pues bien, con este motivo, en aquella villa dejada de la mano de Dios ocurren las cosas más peregrinas que imaginarse puedan respecto al horario, porque debe regularse la vida de sus habitantes, a falta de un reloj público que señale la hora oficial respectiva -la colocación de un reloj público fue una reivindicación repetida de los emigrantes fisterráns en la Argentina, cosa que no sucedió hasta que fue pagado de su propio peculio por uno retornado, Manuel d?Antonia, hace entre veinte y treinta años, hoy también desaparecido y no repuesto-. Debido a la falta de tan esencial aditamento, hay quienes se rigen por la hora nueva, por la hora vieja, por la hora del Sol, por la del meridiano de Pentapouco, por la de Ratisbona y hasta por algún reloj de arena de la época cuaternaria. Por este desconcierto del horario, es fácilmente presumible lo que pueda derivarse de este galimatías».

«En este pueblo de una vitalidad sorprendente que ya lo quisiera para sí el perínclito Mussolini -sigue el editorialista de Alborada-, hay otra particularidad curiosa. Por si fueron ?tirios o troyanos? a quienes se debe la iniciativa de la fuente que se levanta en la plaza central, se deja que esta carezca del líquido elemento, porque no se arregla debidamente la cañería que conduce el agua, la que está deteriorada o rota, no sabemos si en forma casual, o de exprofeso. (?) No hablemos de su castillo en ruinas, acerca del cual corre una historia curiosísima que no queremos revelar por ahora, pero que vuelve a poner de cuerpo entero, una vez más, la peculiar modalidad de aquel famoso filántropo tan conocido de nuestros lectores -se refiere a Plácido Castro Rivas, propietario del baluarte defensivo en el que se asienta hoy el Museo de la Pesca-. No hablemos tampoco del muelle soñado, que es de imprescindible necesidad, porque al paso que vamos se hará en época muy lejana, allá cuando las ranas críen pelo, como los gatos -las instalaciones portuarias se construyeron en la década de los años cincuenta, casi treinta años después de publicarse este texto editorial-. No mentemos la higienización del pueblo. que parece destinado a conservar a perpetuidad la pátina de los tiempos extraseculares -una queja que sigue actualmente vigente en boca de turistas y demás foráneos- y en fin, no nos refiramos a otras cosas, sobre las cuales quiere conservarse, al parecer, sus tradicionales costumbres y sus hábitos característicos».

Una opinión, como podemos apreciar, personal e intransferible del editorialista de la Revista Alborada, exclusiva del autor del texto surgida después de un viaje reciente al pueblo, una descripción que refleja muy bien la idiosincrasia de los fisterráns de hace noventa años, idiosincrasia que no se ha perdido. No obstante, que cada uno haga su análisis de las dos visiones y fabrique sus propias conclusiones.

galicia oscura, finisterre vivo