La tristeza lo mató, pero su recuerdo permanece

Manuel Martín Bueno

CARBALLO

31 dic 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

El hecho de tener un pequeño refugio en el paseo marítimo de esa extraordinaria localidad que es Camelle, entidad de Camariñas, hace que no seamos insensibles al recuerdo de Man. El alemán supo encontrar en ese paraje de la Costa da Morte coruñesa la paz y sosiego que necesitaba para aislarse del mundo y vivir como un ciudadano ensimismado en su mundo de rocas, colores, mar embravecida o en calma, pero siempre rodeado de la paz que necesitaba y de la comprensión de sus nuevos paisanos que «fueran o viniesen» -por algo es Galicia y a un alemán aunque fuese especial le tuvo que sorprender- siempre estaban vigilantes para que a aquel singular personaje no le faltase lo imprescindible para su sustento.

Pero un día aconteció la tragedia del Prestige y los nubarrones negros en forma de chapapote que llegaron por esa mar que le daba horizonte de vida, hicieron que la suya se fuera apagando como silenciosa protesta ante la imbecilidad humana, una de tantas. Man se fue pero queda su recuerdo cariñoso o de cualquier otra manera de sus paisanos de adopción. Las gentes de Camelle están acostumbradas a perder vecinos y siempre o casi siempre la causa directa o indirecta es la mar.

En mi caso cuando llegué a Camelle por vez primera me sorprendió su paisaje; llegar hasta allí, todavía con la carretera sin ensanchar, era en cierto modo un viaje iniciático, como en muchos parajes gallegos. Todavía recuerdo que siendo niño y yendo con mi padre en un modesto Renault 4-4, encontrábamos algunas curvas en carreteras nacionales en las que las señales de limitación de velocidad descendían incluso hasta los 20 Km/h., cosa que era ciertamente excepcional en el resto peninsular a excepción de algún acceso a Granada o en algún puerto de montaña pirenaico o en el Maestrazgo. Aquello te hacía comprender mejor el paisaje y a sus gentes, siempre curtidas por la necesidad y las dificultades.

La carretera de Camelle discurría, todavía lo hace, entre bosques menos frondosos que antes por los bárbaros incendios de hace pocos años que llegaron hasta las tapias del mismo cementerio, poco antes de llegar al pueblo, a la izquierda de la carretera. Pasado este se descubre, como en tantos otros lugares maravillosos de esa geografía privilegiada, una playa y un puerto con espigón moderno ampliado en dos fases, con un pueblecito que tuvo un pasado mejor en tiempos de conserveras ya desaparecidas, con un vecindario que se mantuvo siempre viviendo apenas con lo que daba y da la mar y los huertos familiares para las hortalizas de casa. Nécoras excelentes que se venden fuera y otros mariscos y pescado en menor medida para abastecer la localidad y los mercados comarcales o incluso coruñeses.

No es fácil buscar alternativas gastronómicas fuera de temporada turística, corta por demás, pero ahí está su gracia. Todo es bueno. En los establecimientos abiertos, un par de ellos en invierno, siempre encuentras un buen pescado, algo de marisco, algunos calamares o chipirones, las consabidas tortillas, caldo por supuesto y poco mas, pero suficiente. Cuando no me conocían me preguntaban al ver acento foráneo, «y usted cómo es que viene ahora que no hay gente» y se sorprendían todavía más cuando les decía que me gustaba así, sin apenas gente y menos de fuera del pueblo. Cuando sabían que era arqueólogo y me interesaban los naufragios antiguos se desvelaba la incógnita y ya me aceptaban porque un arqueólogo es por antonomasia un tipo un poco especial, raro incluso, pero generalmente de fiar. Entonces empezabas a ser vecino del pueblo y por lo tanto mejor aceptado.

Algo similar debió sentir Man cuando llegó por vez primera a Camelle y con su actitud curiosa y mansa, serena, se fue adaptando a la idiosincrasia gallega respetándola tal cual, como ellos le aceptaron a él. Observar desde la farola vieja del espigón nuevo, la imagen de un nadador delgado, enjuto, llevando atado a la cabeza un bote de pintura y unos pinceles, atravesando a la otra orilla para cumplir con su tarea de embellecer esas rocas, de hacer algo que entonase con el paisaje tranquilo aún en momentos de furioso temporal, fue algo mágico para la localidad y sus vecinos.

Por eso el refugio de Man entre las rocas, con sus pensamientos, sus recuerdos y baratijas recuperadas de la orilla, en los resquicios de las rocas, mantendrá durante años, todos los que queramos, la imagen de aquel hombre delgado, de pocas palabras, que se movió durante un tiempo como una sombra silenciosa por un puerto del municipio de Camariñas hasta que la tristeza negra del chapapote del Prestige se lo llevó ahora hace once años. S. T. T. L. (Sit tibi terra levis, que la tierra te sea leve) artista.