Enamorado y desencantado

CARBALLO

09 mar 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

La primera vez que visitó la Costa da Morte se enamoró. Tanto, que de haber sido una mujer se habría puesto de rodillas, habría sacado un anillo del bolsillo y le habría pedido matrimonio. Durante días, semanas incluso, habló de la inmensidad del mar de Fisterra, de la belleza indescriptible del estuario do Anllóns, de las playas de Laxe, de Malpica, de la bravura del mar de Razo, de la hermosura y del encanto de pequeñas aldeas y pueblos marineros y hasta de la patata de Coristanco. «La tortilla sabe diferente con ella. Es la mejor del mundo, podría vivir solo comiendo esas patatas», insistía como si no supiésemos de lo que estaba hablando.

La segunda vez que visitó la Costa da Morte volvió a disfrutar de la inmensidad del mar de Fisterra, de la agradable soledad de Touriñán, de las vistas desde punta Nariga, de la naturaleza virgen de las islas Sisargas, de la gastronomía (patatas incluidas, por supuesto) y del encanto de pequeños lugares a los que, sin embargo, comenzó a verles defectos. Y comenzó a preguntarse por qué el urbanismo salvaje -incomprensiblemente la primera vez parecía no haberse dado cuenta- había destrozado la costa de la que se había enamorado. Como los novios desencantados, se percató de que su amada no era perfecta y de que chalés, edificios enormes y otros atentados arquitectónicos invadían aquel espacio que adoraba. Comprobó que la «construcción indecente» era como un grano en el rostro más hermoso y se lamentó de que aquellos que podrían evitarlo hubiesen optado por mirar hacia otro lado.

La tercera vez que visitó la Costa da Morte insistió en sentirse enamorado, pero, como en los matrimonios cansados, no dudó en echarle en cara a aquella a la que tanto quería los defectos más atroces. Y culpó a aquellos que incluso habiendo jurado su amor por la comarca no habían hecho nada por protegerla. «Hay lugares en los que no estaría mal tirarlo todo y empezar de nuevo», aseguró desencantado. Ahí, dando ideas.