La vida que queda después de regresar a tierra firme

Antón Bruquetas

CARBALLO

Malpica encierra historias de hombres que recorrieron el mundo a bordo de un barco

26 abr 2009 . Actualizado a las 02:00 h.

En cada rincón de Malpica huele a mar. Es uno de esos enclaves de la Costa da Morte donde pasado, presente y futuro conservan un denominador común: el sabor del salitre. El puerto es el lugar donde nace la esencia de la villa. Allí, desde por la mañana hasta el anochecer, la actividad es frenética. Pequeños pesqueros que abandonan la dársena, marineros que arreglan los aparejos y viejos lobos de mar que ya han dejado de salir a faenar, que se han quedado para siempre en tierra firme y que matan las horas mirando al océano que les dio de comer. Agradecidos, disfrutan ahora de la calma que les privó toda una vida soportando el vaivén del oleaje. Disfrutan ahora de su retiro y tienen tiempo, entre partida y partida de cartas o sentados en un banco al sol del mediodía, de contar cómo un día conocieron y recorrieron el mundo entero a bordo de un barco.

En pocos metros se pueden juntar un superviviente del terremoto que asoló Perú en el año 1970, un testigo que vio cómo respiraba Buenos Aires durante la guerra de las Malvinas o quien escuchó tiros al aire en la capital de Liberia. Protagonistas anónimos de la historia con mayúsculas que llegaron desde la Costa da Morte.

La mayoría con un perfil muy similar. Comenzaron en la pesca de bajura cuando aún eran unos niños, con 10 o 11 años, después probaron fortuna en la marina mercante, se escaparon a trabajar a tierra firme y finalmente terminaron regresando al principio. Es el caso, por ejemplo, de José Teijeiro Rey, que nació en Malpica en 1937. Empezó a faenar con nueve años «cando non tiña forza nin para levar os zocos nin a roupa de auga». Después viajó a Inglaterra para trabajar en la hostelería. «Facíamos -explica- o que non querían os ingleses, limpábamos os pratos e todo o que te podes imaxinar». Pero pagaban muy bien. Luego participó en el auge de la construcción durante los años 70 en Suiza, donde «se estaba moi ben, vivíamos con outro nivel e ademáis facíanse moitos cartos. Eu era un simple peón e non teño ningunha queixa». Pero la morriña, ese sentimiento de apego a la tierra que los gallegos han internacionalizado, acabó por traerlo de vuelta a Malpica. Otra vez en su villa natal, se volvió a enrolar en un pesquero hasta que cumplió la edad para jubilarse. Asegura, como casi todos, que no echa de menos el mar, porque «é moi duro» y que ahora le encanta «pasar o tempo cos amigos sen facer nada. De vez en cando algunha viaxe e, iso sí, a partida ás cartas».

Hacia las cinco de la tarde empieza la subasta en la lonja. Llegan las cajas de pescado con su olor a salitre. Los jubilados observan el trajín de los marineros y entonces, con los ojos bien abiertos, regresan al mar del que jamás se marcharon.