C on la que está cayendo es inevitable que vuelva a plantearse la vieja historia del coste del despido y su incidencia en la elevada tasa de temporalidad que aún hoy soportamos, a pesar de la reforma laboral del 2006. Volvemos a ver propuestas que pretenden eliminar el todavía palpable miedo del empresario al contrato indefinido, en línea de abaratar el tope de 45 días por año trabajado.
Se habla de reformas estructurales y se incluye la que afecta al marco regulador de las relaciones laborales y del mercado de trabajo, pero todos sabemos que, con crisis o sin ella, no habrá ninguna reforma que no sea consensuada entre empresarios y sindicatos. Vamos a ver qué nos ofrece el diálogo social. Tal vez nos sorprenda y ponga en marcha mecanismos que permitan aumentar la competitividad, reducir la temporalidad, crear más empleo y mantener, al mismo tiempo, el nivel actual de protección social.
Me atrevería a sugerir algunas cuestiones para su reflexión. La primera se refiere a la conveniencia o no de mantener la intervención de la Administración en los procesos de despido colectivo, a través de la atípica figura (comparando legislaciones) de la autorización previa a la decisión de reducir plantilla, cerrar plantas o finalizar su actividad empresarial. En segundo lugar, observamos que, en muchas ocasiones, los 45 famosos días se quedan cortos en aras de conseguir acuerdos que eviten el pronunciamiento de la Administración. Pero, además, ¿por qué se trata igual a los trabajadores que pierden su empleo y luego no encuentran otro que a los que consiguen rápidamente uno nuevo? ¿Por qué solo acceden a las prejubilaciones los trabajadores de multinacionales y grandes empresas y no los demás? ¿Por qué se trata mejor fiscalmente a los despedidos individualmente que a los afectados por un expediente?
El sistema es injusto y discriminatorio, además de inseguro, para las empresas que necesitan acudir al mecanismo jurídico-legal del expediente, que deja en manos de la Administración la decisión y dificulta el albedrío que debería estar separado por el principio de libertad de empresa que proclama la Constitución. Y si hay abusos, discriminaciones o fraudes ya existen las vías judiciales adecuadas para separarlos.