Un cazador ribeirense convive con una dócil jabalí de 12 años y 120 kilos a la que crio a biberón en su hogar

antón parada

La siguiente historia tiene lugar cada día en una parroquia del concello coruñés de Ribeira. Un hombre camina entre los ladridos de felicidad de multitud de perros de caza que saben que ha llegado la hora de comer. Tras alimentar a los canes, el dueño prosigue el paso para gritar: «Vamos, Rosiña!». Cualquiera podría pensar que ese es el nombre de su sabuesa predilecta o de cualquier otra querida mascota. Nada más lejos de la realidad, solo que cuando Rosiña asoma el hocico lo que vemos es a una jabalí de 120 kilos de peso que echa a trotar hacia su propietario y mejor amigo para que la acaricie.

Para entender cómo llegó a forjarse la amistad entre un cazador y una cerda salvaje es necesario retroceder 12 años hasta una tarde con olor a pólvora. En el fragor de una batida, después de que el grupo diese caza a un ejemplar, el ribeirense se percató de la presencia de una pequeña cría que no superaba el mes de edad. «A súa nai matouse nunha cacería e se non a coidásemos tería morto no monte», explica el dueño que prefiere mantenerse en el anonimato.

«Que me traes aquí?», fue la contundente frase que acompañó a la entrada del hombre en la vivienda familiar con la minúscula jabata en brazos. Mas no hubo discusión posible, ante la ternura de la imagen de sus hijas dándole el biberón. «Tomóuselle cariño e criámola dentro da casa, dándolle de mamar coma a un meniño cada tres ou catro horas», anotó para indicar que cuando alcanzó un gran tamaño tuvo que emanciparse en su propia corte. Contradictoriamente, por el color oscuro de su pelaje, la bautizaron cariñosamente como Rosiña.

Rascarle la tripa

De regreso en el presente, lo primero que hace esta jabalí tras devorar unas cuantas hierbas y saludar a su dueño es tumbarse para que este le rasque la barriga y le haga cosquillas. En ese momento reparamos en que la finca no está vallada, todo lo contrario, está conectada con otras a través de senderos y, con total normalidad, esta porca brava se dirige a saludar a unos curiosos vecinos, dos imponentes caballos de raza árabe con los que galopa un rato a su par.

«Estea onde estea só vén comigo, o certo é que é moito máis nobre que calquera porco da casa», precisó de Rosiña, puntualizando que no le incomoda la presencia de otros humanos. Cuando se le pregunta si esto es algo habitual entre los demás compañeros de cacerías, un amigo suyo presente adelanta que no. Es más, para poder tenerla legalmente en casa, tuvo que sacar los correspondientes permisos ante la Xunta.

Y es que Rosiña, de forma indirecta, participa en el entrenamiento de los que representan una amenaza para ella en el bosque. Los paseos de la jabalí se han convertido en el mejor campo de entrenamiento para los cachorros, que aprenden a seguir a una presa olfateando los rastros de sus caminatas, lo que facilita en gran medida la tarea de la cría de este tipo de perros. «Nin se me ocorrería por un momento deixar que algún se lle achegase», destaca el ribeirense con un gesto similar al que se sacude una pesadilla de la imaginación.

Es necesario destacar que este cazador no lleva escopeta, él es uno de los encargados de hacer salir a los jabalíes de su escondite con los perros. Aún así, es necesario comprender la responsabilidad que tiene este colectivo en cada batida, ante una situación de sobrepoblación que genera peligrosos accidentes de tráfico y destrozos en cultivos. Si hasta los labradores de las fincas anexas desistieron hace años de trabajarlas y, algunas mañanas, aún pueden verse las huellas de los pretendientes de Rosiña.

En un instante en el que su cuidador entra en la corte, Rosiña aparta con el morro una puerta entreabierta y se ve cara a cara con los perros que ladran insistentemente desde su recinto. Sin alterarse, la jabalí gira la cabeza hacia su público, vuelve a mirar a la jauría y se retira con una mueca que, de no ser imposible, asemejaría una pícara sonrisa. «Por aí non, Rosiña». Y regresa a su corte. Mientras la vemos colarse por el hueco de la trampilla, su dueño murmura con el corazón encogido: «Non sei que faría se a perdésemos; mentres eu estea na casa este animal morrerá de vello».