La luz del fin del mundo

Maxi Olariaga

RIBEIRA

MATALOBOS

07 oct 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Así, La luz del fin del mundo, tituló Julio Verne una de sus novelas de aventuras que posteriormente fue llevada al cine protagonizada por Yul Brinner y Kirk Douglas, dirigidos por Kevin Billington en 1971. Fallido filme que a mí me regala el maravilloso y sugestivo mensaje alado de su título. Para Verne, la luz del fin del mundo, es un faro que se disputan los buenos y los malos. Para mí, la luz del fin del mundo, es la última posibilidad, el último amarre de mi nave al muelle endeble de mis días. No conozco a nadie bajo el cielo que, al menos una vez en su vida, no haya adivinado en la oscuridad de su camino el resplandor, la luz transgresora de la esperanza saltando de un cometa a otro hasta anidar en lo más profundo del corazón angustiado por la oscuridad del camino sin vuelta atrás.

La primera vez que la vi, se filtró entre mis costillas y anidó por un instante entre dos vértebras. Me sorprendió leyendo una rima de Bécquer. Después de tantos años, aún recuerdo como apuñaló mis ojos y se despeñó garganta abajo hasta estrellarse en mi columna. Se detuvo un instante, cauterizó la herida que había abierto en mi esqueleto un verso y huyó de mi cuerpo sin despedirse por un sendero que hasta hoy no he descubierto. Desde entonces, frecuentemente, persigo la luz del fin del mundo para vestir de gala mis locuras, para sentirla entre mis manos como un trofeo conquistado después de una carrera atroz sobre los escombros nobles que la historia derribó en mi pasado.

¡Cuántas veces he deseado poseer la luz del fin del mundo para ampararme tras su cortina de perlas! Acudió a ayudarme cuando, súbitamente, sentado sobre la hierba sana de mi último abril, vi como los dedos de fuego de José Ángel Valente, escribían sobre los cipreses de mi cementerio: «De lo que se carcome y no consiste/ más que en su desvivir,/ del reverso del aire,/ de la vecina nada inhabitable,/ purulenta y sin fin,/ nace la envidia». Aquel día la luz del fin del mundo se sentó un rato a jugar a la comba con una estrella fugaz. Suspendidas de las alas de dos ángeles se entretuvieron hasta que la mano de Dios las ocultó al otro lado de la luna. No hay día que no mire al cielo, sobre todo al atardecer, buscando su rayo almidonado viajando sobre la mar. No es fácil verla. Es esquiva como la mirada del primer amor y veloz como los dardos de los celos. Anteayer creí verla enredada en una telaraña tejida entre dos camelios. Y leí su mensaje: «Nunca te entregues ni te apartes/ junto al camino nunca digas/ no puedo más y aquí me quedo./ Entonces siempre acuérdate/ de lo que un día yo escribí/ pensando en ti como ahora pienso».

El poeta J. Agustín Goytisolo, me hizo un guiño perfumado, lanzó al aire su pluma y la luz del fin del mundo lo iluminó todo. Se estremecieron los cristales y bailaron las farolas elevándose a una cuarta del suelo. Todo era luz correteando por las calles y habitando la oscuridad de las vidas sin vida. Se posó en mi mano y pude besarla. La luz del fin del mundo me traspasó dulcemente y floté sobre los tejados de mi calle. Sin más, todo volvió a ser como siempre ha sido. Ahora, como un cazador sin fortuna, espero cada día en mi puesto su paso. Aguardo impaciente su regreso aunque sé que será el último.