Sonriamos mientras se hunde el barco

Antón Parada CRÓNICA

RIBEIRA

02 mar 2018 . Actualizado a las 22:10 h.

¿Recuerdan esa mítica escena de Titanic en el que la orquesta sigue tocando a pesar de que el barco se hunde? Pues se me antoja similar a cada una de las recientes declaraciones de nuestros gobernantes. «Ahorrad dos euros al mes, menos que una cajetilla de tabaco» les dijeron a los jóvenes. «No toca hablar de eso», les dijeron a ellas. Y es que si algo me ha enseñado la experiencia es que cuando el ruido de la pandereta es ensordecedor, bajo él deben ocultarse peligrosas melodías, como la de millares de abuelos que lograron lo que nunca pudimos, domar a los leones del Congreso.

He intentado con todo mi empeño echar la vista atrás para hallar un momento en el que las cosas fuesen diferentes o al menos identificar el punto en el que se inició la fuga de agua, pero he llegado a la conclusión de que la bodega de este país siempre ha estado anegada. Últimamente no dejo de pensar en que el artífice de nuestra tragedia no es el paso del tiempo, sino el peso del tiempo. Es decir, no se trata de la felicidad que nos vamos dejando en el camino, sino de la tristeza que vamos cargando a cuestas como cadenas hasta la tumba. Quienes me conocen saben que soy un ferviente defensor de la frase: «La felicidad está sobrevalorada». Hoy estoy en condiciones de reconocer que dudo de dicha afirmación y que debemos atesorar cada pedazo de ella por minúsculo e insignificante que parezca.

Ojalá pudiésemos cortar el tiempo en fotogramas para montar un bucle de recuerdos donde encontrar el refugio perfecto. Así, desde mi fortaleza otearía un infinito horizonte donde se reflejarían los neones de aquella noria y de aquel verano que no tendrían por qué dejar de girar. En mi fortín se escucharía el interminable eco de la risa huidiza que se escapa de los labios de Emma Stone, mientras canta a dúo con Ryan Gosling a la ciudad de las estrellas. En mi búnker, cada párrafo que leyese tendría igual pasión que la primera vez que saboreé las líneas en las que Arturo se comió aquella colilla solo porque portaba el rastro de su carmín. En mi atalaya, sus ojos siguen clavados en el micrófono, esperando a que pronuncie el verso que solo ella entendió. En mi castillo, habría una pasadizo secreto que conduciría al primer ocaso desde la azotea de la terraza del Círculo de Bellas Artes. En mi baluarte, siguen en pie las tiendas de campaña de aquella acampada que nos reunió a todos junto al fuego. En mi alcázar, aún está aparcada la Mitsubishi destartalada que nos llevó a Portugal. En mi ciudadela, continuamos sentados a la mesa del Xanxo, mientras Javier y Álvaro me dicen que estos son los momentos que merecerá la pena recordar. Permítanme que me guarde el resto del carrete y solo sonriamos mientras se hunde el barco.