Cuando vi las tristes imágenes de los destrozos provocados por la riada de Valencia, mi mente me llevó a recordar el título de la novela de Vicente Blasco Ibáñez Cañas y barro. Ese devastador y mortífero torrente de agua venía cargado precisamente de cañas y barro, provocando a su vez en nosotros una riada de lágrimas al ver tamaño desastre, y tiñéndolo todo de color marrón: calles y enseres inservibles amontonados delante de muchas casas arrasadas, así como miles de coches acartonados por la furia del agua.
Luego la mente te lleva a otros escenarios. Uno se imagina algunas antiguas crecidas del rio Nilo, provocando también desastres, ya sea por la rotura de diques o el desbordamiento de los canales, y llevando a los campesinos a terribles hambrunas. También uno recuerda escenas de los habitantes de la India y su vecina Bangladés, con cientos de muertos e imágenes terribles de gente con el agua hasta la cintura a causa de las mortíferas lluvias del monzón.
Miro con gran interés aquellas imágenes de las antiguas erupciones en Pompeya y Herculano, con escenas congeladas de sus habitantes, reflejando como en una foto fija lo que hacían en el momento en que la muerte les sorprendió. Podemos ver también como eran sus enseres, sus casas y sus negocios, aunque Plinio ya vio venir la erupción de Vesubio no pudo evitar que el desastre arrasase toda la vida de aquellas gentes.
Vienen a mi memoria, todavía en este año, otras escenas donde las lluvias provocaron corrimientos de tierras que sepultaron a muchas personas y causaron cientos de damnificados en Centroamérica.
Al ver esta gran desgracia ocurrida en Valencia, un nuevo sentimiento recorre mi mente. Por primera vez tengo compasión por las víctimas de los desastres naturales de aquellas civilizaciones antiguas, pero no me duelen como estas más recientes.
Solo deseo que dentro de algunos meses, las autoridades y la generosidad del pueblo reconstruyan la zona, prevengan futuros desastres, y que el paso del tiempo consuele a las víctimas. Los desastres naturales nos enseñan la fragilidad de nuestras construcciones, pero también la solidez de nuestra virtud (Séneca).