Emilio González, marinero: «Llegamos a hacer un whisky con hielo de glaciar»

Celia Riande García
celia riande RIBEIRA / LA VOZ

BARBANZA

CARMELA QUEIJEIRO

El lobo de mar empezó en barcos de pesca con 14 años y trabajó durante 40 en las aguas de América del Sur

11 feb 2023 . Actualizado a las 12:26 h.

Dicen que el mar tanto da como quita, y el caso de Emilio González no es la excepción a la regla. De hecho, el ribeirense nace ligado al océano. Tanto, que los 15 años los cumpliría en Ciudad de Cabo, ya embarcado. Eran otros tiempos, y este sacrificio, trabajando primero en la sardina y luego de marinero raso en el arrastre, le permitiría estudiar en la marina, aunque pronto volvería a su tierra natal para casarse.

Sin embargo, cuando el mar llama, no acepta un no por respuesta. Tampoco lo hicieron los trabajadores de Pescanova, que fueron a buscar a Emilio González a su puerta para que se uniera a la empresa: «Me vinieron a buscar porque tenían informes favorables de mi trabajo y eché casi 40 años con ellos En aquel momento era para ir a Sudáfrica, aunque poco después la empresa empezó en Chile y me ofrecieron trabajar en unos barcos nuevos, preciosos, durante seis meses, que se convirtieron en 27 años».

Sin embargo, Emilio González fue creciendo profesionalmente, algo que le permitió ocupar distintos puestos a bordo: «Después de la pesca en barcos, me nombraron gerente de flota durante dos años. Al final, entre unos puestos y otros, estuve en todos los mares del sur, en las Georgias del Sur, todo Chile, Argentina, las Malvinas y las Marion, en Sudáfrica, donde se coge el bacalao».

Vida en el barco

Aunque el lobo de mar tuviera distintos puestos y condiciones a lo largo de su vida, lo cierto es que el estar embarcado supone un modo de vida marcado por los ritmos de arrastres y aparejos: «Mi vida por aquel entonces dependía de las horas de trabajo. Podía empezar a las cinco de la mañana y durar hasta las doce de la noche, pero era algo discontinuo. En las horas de en medio, descansabas, reparabas cosas que podían estar averiadas, o mirabas si todo iba bien desde el puente».

En cuanto a su escaso tiempo libre, lo cierto es que las cosas cambiaron mucho desde que Emilio González se echó a la mar por primera vez hasta sus últimos años: «De aquella, no había teléfonos móviles ni televisión. Cuando tenía un ratito, me dedicaba al correo y la correspondencia y a libros de pesca o las revistas, que luego intercambiabas con las que tenían tus compañeros».

Sobre las anécdotas a bordo, el marinero no sabe por dónde comenzar: «Una vez, me desplacé desde Río Grande hasta Río de Janeiro en coche, 500 kilómetros al día mirando todos los puertos, porque querían montar allí una empresa. Pero, desde luego, navegar por los canales del sur fue la cosa más linda que me pasó. Llegamos a hacer un whisky con hielo de glaciar en aguas chilenas, estaba riquísimo».

Sacrificios

Pese a que la vida en el mar permitiera construir un patrimonio a Emilio González, su vida no ha estado exenta de grandes sacrificios: «Olvídate del mar, de las noches, lo más duro es estar alejado de la familia. La madre hace de los dos, y yo tuve a mis hijos con una diferencia de edad considerable. En los últimos años, el pequeño se me colgaba encima y yo lloraba como un crío al tener que marchar».

Además de la distancia que lo separaba de su familia y de la morriña de su tierra, de la que Emilio González no puede hablar sin emocionarse, la propia vida embarcado es, aunque en ocasiones hermosa, muy dura: «Una vez estuve 15 días sin ir a la cama. Nos cogió un temporal tan grande que no podíamos ir a ningún lado, lo tuvimos que aguantar y duró dos semanas. Yo no quería dejar el mando, me fiaba mas de mí que de nadie, por lo que pudiera pasar. Estuve todo el tiempo en el puente. No es que pierdas la cabeza, pero sí que te dan ganas de dejarlo todo».

Aunque el ribeirense recorriera las aguas de medio mundo, son las chilenas las que recuerda con más emoción: «Estoy enamorado de los canales del país y de su gente. Fuimos una vez a Caleta Tortel, una comunidad muy pequeña donde todavía no había moneda y funcionaba con el trueque. El sitio es una preciosidad, describirlo es imposible. Para llegar allí, tuvimos que ir con una avioneta y pasar entre dos montañas, justo por el medio, daba mucha impresión».

Relevo generacional

Pese a los grandes recuerdos que guarda Emilio González de sus años trabajando en el mar,este marinero de Ribeira no quiso que sus hijos se plantearan siquiera la vida a bordo: «Siempre intenté que no padecieran lo que yo sufrí. Más allá de los temporales, de las condiciones, vivir separado de tu familia es terrible. Los beneficios son buenos pero si te lo piensas, no vas allí a trabajar. Si tienes cualquier enfermedad, como una apendicitis, puedes morirte en el barco».

Ahora, el antiguo pescador disfruta de un merecido retiro en su tierra natal y acompañado de su familia, aunque nunca ha dejado de estar profundamente unido al mar: «Para mí, irme al Mercantil, mirar a la ría y fumar un pitillo, es un regalo».