¿Saben qué es lo que más llama la atención a los niños cuando entran en la farmacia? ¡Las tiritas! Sin duda. No tienen ninguna lesión, pero quieren llevarse tiritas, escucho siempre a padres: «¿Para qué otra caja de tiritas? Si ya tenemos en casa». Pero los niños insisten. Tal es la naturaleza humana: acumular venda porque se intuyen futuras heridas. Y también porque son tiritas de Los vengadores, claro.
Todos guardamos imborrables manchas de Betadine en algún lugar donde nos hicieron daño. Una caída, una picadura, una chica, un gol de Messi… a todo le echamos Betadine: el líquido parduzco llega a la herida y suelta yodo, que oxida las proteínas de virus y bacterias y hongos y nostalgias y fracasos y recuerdos. Todo duele, casi todo cura.
Uno suele hacerse daño porque su camino tiene piedras o porque simplemente se equivocó de camino. No obstante hay paradas recomendables: ser amable, gastar algo menos de lo que se gana, hacer feliz a la familia con tu sola presencia, renunciar a un par de sueños, tener dos o tres amigos pero buenos… ese es el grueso del recorrido, el que requiere la mayoría de pasos, de fuerza y de sensibilidad que puedas tener. El resto del sendero es donde tirar de tiritas y Betadine, donde aprender a no centrarse en el dolor, sino en la lección que este nos deja.
Un profesor me dijo una vez que «me perdí en el camino», le contesté: gracias. Y seguí saltando de cabeza en piscinas vacías.
No puedo evitarlo, a mí también me encantan las tiritas de Los vengadores. Y al contemplar un barranco echo la mano al bolsillo, buscando un Betadine.