El valor social de las marquesinas

BARBANZA

09 mar 2019 . Actualizado a las 12:40 h.

Cada día me gustan menos las urbes. Cemento, coches, ruido y ese ritmo frenético que necesitas para llegar a cualquier lugar a tiempo ha terminado por cansarme. Me fascinaban cuando era un chaval. Recuerdo vivamente la primera vez que visité Londres. Era un adolescente y me impactaron sus rascacielos, sus blancos edificios victorianos, sus colosales plazas y ese tráfico infatigable que acompañaba al frenesí de miles de personas corriendo de un lado para otro. Regresé en alguna ocasión más, pero aquel romanticismo se apagó pronto. Con excepción de París, cuya atmósfera me enamoró, me pasó lo mismo en el resto de grandes ciudades en las que estuve.

Que me había hartado lo descubrí hace ya unos meses, cuando subía en coche por Cures. Buscaba el campo de Pomar do Río. El Artes jugaba allí y quería ver a ese equipo de demonios que juega como los ángeles. Había estado y jugado allí en otras ocasiones, pero me perdí. Ni el Google Maps pudo ayudarme. No veía a nadie por las carreteras y empecé a meterme por caminos que no conducían a ningún lado. En cuanto me cansé de perderme me decidí a bajar del coche y preguntar en alguna casa cómo podía llegar.

Llamé en la primera que me encontré pero nadie contestó. Tomé un par de desvíos y, antes de dar con la segunda, vi ante mí una estructura metálica que, no sin esfuerzo, descifré como una marquesina. Me entró la risa floja. ¿Cuántas veces pasaría el autobús por allí en todo el mes? Donde me encontraba parecía que el tiempo se paraba. Solo el traqueteo del motor del coche rompía con el silencio de aquella tarde de otoño. No me esperaba que mis dudas se despejarían en aquel lugar.

Al acercarme descubrí por qué seguía allí la marquesina. Aunque su diseño me recordara a la antigua Unión Soviética, estaba intacta y realmente limpia. Dentro del habitáculo se encontraban varias mujeres. Fuera, un anciano sentado en una banqueta de cocina charlaba con ellas. Todos se quedaron sorprendidos en cuanto pasé por su lado. Sabían perfectamente que era un forastero. Les di las buenas tardes y, antes de que pudiera preguntarles cómo llegar a Pomar do Río, una de ellas desenfundó primero «Vas para o campo non?». Asentí. El partido empezaba en 15 minutos. «Tiras para arriba e ao lado desa casa de pedra colles todo recto e xa ‘chejas’», respondió otra, que calcetaba en su particular centro social.

El Artes ganó 1-3. Sufrió para llevarse los puntos y yo me quedé prendado de aquella escena, de los campos verdes, de esas casas y galpones de piedra, y de aquel grupo de vecinos que charlaba mientras el tiempo se paraba. Volví a pensar en Londres y lo tuve claro. ¡Señoras, disculpen, háganme un hueco en esa marquesina!