Papeles cambiados de una farsa

Ramón Ares Noal
Moncho Ares CRÓNICA

BARBANZA

09 nov 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Se podría entender una cierta condescendencia con las pobrecillas entidades bancarias si estas estuviesen en semejante precaria situación que un atosigante tictac no les permitiese conciliar el sueño pensando que cualquier día, a cualquier hora o en cualquier momento, el iracundo cliente se plantaría en la puerta para ejecutar su desahucio por no responder de sus obligaciones. O si viviesen sin vivir a consecuencia del cierre de una línea de crédito o la no renovación de una póliza de préstamo imprescindible para seguir operando aún siendo solventes, pero necesitadas de un nimio detalle del que depende su continuidad. Hasta sería comprensible un trato delicado con ellas si se apreciase un cierto malestar porque se le aplicasen comisiones y recargos a las primeras de cambio, amparándose en una comunicación previa remitida dentro de alguna de las tropecientas cartas en las que se camufla la actualización de las condiciones entre la publicidad de sartenes y las cuartillas con la dirección, el saldo actual, la explicación de apartados, la equivalencia en pesetas, etc. etc. etc. Incluso tendrían razón en mendigar la absolución pública si entre los clientes se hubiesen repartido más de 70.000 millones de euros para aliviar las apreturas del irresponsable proceder que habría supuesto gastar cuartos por encima de sus posibilidades, o pedir dinero para obtener una vivienda y meter en el mismo paquete dos BMW, una embarcación deportiva y unas vacaciones en el Caribe con pulsera TI, multiplicando por equis una deuda que, calculadora en mano, solo se podría satisfacer obteniendo una o dos prórrogas vitales, de tal forma que la longevidad se estableciese en los 170 años. Claro que sí, las pobrecillas entidades bancarias no solo merecerían que la Justicia se pusiera de su lado, en detrimento de esos manirrotos clientes, sino que les endosasen a estos todos los gastos innecesarios que el sistema ha instaurado aprovechando el «de perdidos, al río», de tal forma que, costes de procedimiento, tasas, impuestos, sellos, matasellos, pólizas y otras menudencias, que no dejan de ser migajas, se carguen a esa hipoteca que pasa a ser miembro privilegiado de la familia, pues es en lo primero que se piensa antes de hacer un nuevo desembolso. Es evidente que los papeles de esta farsa han sido cambiados, y, desde hace un par de días, somos más conscientes que nunca, tristemente conscientes, de que casi todos los poderes son esclavos de otro, el del dinero, que es capaz de pasarse por el arco de triunfo incluso la credibilidad del último recurso del vilipendiado ciudadano: la Justicia. Un país sin instituciones en las que creer es un estado fracasado, débil, necesitado de un reseteo para empezar de cero.