Otoño-invierno. El largo viaje

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

14 oct 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

matalobos

Cuando el alma fría del amanecer se filtra como un cuchillo de nieve entre las juntas de la ventana que separan mi habitación de las tinieblas exteriores, conozco que el primer tren del otoño acaba de emprender renqueante su viaje hacia la estación del invierno. Los viajeros mudos, acomodados en sus asientos, se despiden de mí regalándome besos de escarcha que se disuelven en el aire sin llegar a mis labios. Me quedo solo en el andén y, cuando el último vagón desaparece tras una puerta abierta en el vacío, me siento abandonado, olvidado y perdido en medio de la hojarasca que extiende sus enaguas sobre los jardines y las fuentes vistiendo de ocre su paciencia y sus lágrimas. Tardará en regresar ese tren que cabalga hundiendo sus bielas en la nieve y exhalando su aliento blanquísimo hasta conseguir que las estrellas estornuden a su paso.

Hace mucho tiempo que en un libro de Leonard Cohen, leí: «Y yo busco respuestas en el viento frío, instrucción, consuelo, pero lo único que oigo es la infalible promesa del invierno». Así lo siento ahora. Ahora que el frío cabalgando a lomos de los adioses del verano asoma tras los tejados su rostro contraído buscando una hoguera en la que fundir su alma de diamantes, veo como el tren del otoño, tal vez el último, se aleja a toda máquina abandonándome en el andén sobre mi alfombra de soledades y canciones tristes. Nada, como a Cohen, me instruye ni me consuela. Solo intuyo en la última curva, tras la que desaparece el último vagón, que aquel era el tren en el que mi vida habría de continuar su viaje, y que al perderlo, pasada la estación enmascarada del invierno, ya no he de llegar a la próxima primavera.

Entonces acudo a los sabios poetas con mi velo de lágrimas disimulando la tristeza de mis ojos. Los llamo a gritos en la soledad desnuda del andén despoblado y me vienen a la memoria las playas desiertas que, poco a poco, fueron abandonadas sin mirar atrás por los juegos de los niños, la algarabía de mil idiomas y los castillos de arena que rinden sus defensas al ataque contumaz de las pleamares.

Visito la casa de Pablo Neruda en Isla Negra y le suplico que me tome del brazo y me lleve a la orilla de la mar para, una vez allí, descalzarnos y sentir bajo nuestros pies el polvo de nácar con el que los siglos alfombraron su naturaleza. Pablo me mira de arriba a abajo y me ve tan desolado, tan triste y tan sediento que accede y me canta una canción: «Yo aprendí el mundo de vosotros:/ la pureza, el pan infinito./ Me mostrasteis la vida, el área/ de la sal, la cruz de los pobres./ Crucé las vidas del desierto/ como un barco en un mar oscuro/ y me mostrabais a mi lado/ los trabajos del hombre, el suelo,/ la casa andrajosa, el silbido/ de la miseria en las llanuras». Beso a Pablo en la mejilla, lo abrazo y vuelvo tranquilo a la estación de la soledad perpetua a aguardar por otro tren que parta del otoño hacia el invierno con el fin de alcanzar la futura primavera.

Ahora mismo estoy sentado en un banco descolorido bajo un gran reloj sin agujas que no deja de murmurar tic tac, tic tac. Espero sin miedo el paso del próximo convoy y aguzo el oído aguardando que su silbido alegre quiebre en mil pedazos el espejo en el que veo reflejada mi vida toda.