Las largas horas de la Noia vieja (I)

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

MATALOBOS

16 sep 2018 . Actualizado a las 13:53 h.

MATALOBOS

No necesito el silencio sordo y mudo para escribir. No necesito un despacho recoleto ni una celda que solo yo habite. Hace un tiempo me hacía falta mi mano derecha toda para sujetar la pluma. Y también mi mano izquierda entera para fijar el papel a la mesa. Ahora me bastan dos dedos, uno de cada mano, para vaciarme en una memoria cibernética que llevará mi alarido a otra memoria madre que reside en lugares adonde mi vista no llega.

Sujeta en las alas del aire va mi palabra hasta anidar en la tibieza coloreada de una alcoba llena de luz tras la pantalla de un ordenador lejano. Así vagan mis recuerdos saltando de cumbre en cumbre, planeando en vuelo rasante sobre las eras sembradas de trigo y jugando con los humildes gorriones entre la arboleda escasa de las ciudades. Atraviesa las nubes sobre el paisaje líquido de la mar y se pierde en grutas desconocidas hasta salir a la superficie explorando las galerías de los topos ciegos. Anda así mi voz escrita, así viaja mi palabra hasta hallar asilo aquí, en esta casa de papel que cada quien trata o maltrata según su ánimo le da a entender. Y aquí, justo aquí, en este salón abandonado en el que no hay un arpa reposando en su ángulo oscuro, me asaltan los ladrones de la noche y me desnudan la piel bajo la que duermen los recuerdos. Por eso ustedes , aquellos a quienes interesen estas divagaciones, pueden verlos, palparlos y hasta beberlos de modo que también su memoria se reúna con la mía sobre los tejados de la Noia vieja.

Recuerdo bien y me despierta el ánimo el olor de la humareda de los hornos que a borbotones zarpaba como un navío fantasmal de los muelles de sus chimeneas. Era un olor acre que poco a poco iba perdiendo la batalla enfrentada al alegre ejército del pan recién cocido que aventaba las calles y se filtraba por las destartaladas galerías. También me sobresalta la profunda acidez que exhalaban las puertas de las tabernas y el bamboleo de los borrachos vacilantes sobre las calles volviendo a casa a plena luz del día. En la Alameda, un ramo de ancianos y violetas subían y bajaban respirando luz de rosas cambiando impresiones del último Teresa Herrera o de la cornada mortal con la que el miura Islero apuñaló a Manolete en Linares.

Otro olor. Los carros de vacas, alguno de bueyes, que recorrían las calles cargando con el detritus de los pozos negros a tanto el vaciado. Y los pasteles de Hidalgo. La embriaguez del hojaldre y del cabello de ángel mezclados con el perfumado latigazo de aroma de especias, chocolate y bacalao que los ultramarinos transpiraban en el umbral de sus puertas.

Las relojerías, como las farmacias, olían a hojas frescas y a aceites perfumados. Y las librerías, a tinta que bailaba en la trastienda donde residía el misterio de la imprenta. Se cantaba a cualquier hora en los balcones a la luz de la ropa recién lavada y, sobre las losas de la calle, rebotaban los cuplés silbados con el arte único de los maestros hoy desaparecidos. Las mujeres, velos o mandiles, dedicadas a sus labores, perfumaban de besos las casas y tenían dos o tres días felices al año. Envuelto en un brutal olor a linimento, el fútbol bendecía aquellos domingos de plomo. La próxima semana, se lo prometo, más.