El verso sacia al hambriento

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

MATALOBOS

08 abr 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

No puedo remediarlo. Con frecuencia el alma pide a gritos alimento. Los retortijones del espíritu son violentos como los huracanes y el vacío interior, tras el telón del desvencijado teatro del yo vencido por la vulgaridad, se extiende como la mano de una esfinge alrededor de la garganta invisible, seca y llagada que conduce al almacén en el que se amontonan los más bellos deseos, los más amados sentimientos. Entonces busco en la despensa que sobrevive en el inexplorado mapa de mi conciencia y hallo, al final de su descuidado jardín, el árbol del bien y el mal que sigue dando fruto a pesar de la sequía y de la vulgaridad obscena de mi vida carente de luz y de emociones. Del árbol del bien y el mal desgajo una estrofa de Gabriel Celaya y me la bebo de un trago para tonificar la monotonía de mi dieta: «Poesía para el pobre, poesía necesaria/ como el pan de cada día,/ como el aire que exigimos trece veces por minuto,/ para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica».

Descienden los versos saltando como el pedrisco abismo abajo y la vida se humedece, respira, recobra los pulsos extraviados en la aridez de la monotonía. Pero no basta. El alma reclama su dieta de cereales dorados como el flagelo de los cometas y busco en los cajones de ébano donde guardaba en mi infancia la espada del Capitán Garfio escupida sobre la cubierta por el cocodrilo que lo acosaba. Y, sí. Busco y hallo a Luz Pozo balanceándose en su mecedora de crisantemos cantando una nana para que se duerman las estrellas: «Mirei adentro. Era o tempo do amor./ E vin rosas profanas circundando o desexo/ inocentes legados. Fragancias absolutas./ Escoitábanse os versos en pura liberdade/ nun reino intelixible, unha proclama altísima/ as ideas diáfanas. O sol e as súas estrelas».

También yo, recién alimentado, como Luz Pozo, miré adentro y adiviné en la turbiedad de mi viento interior la posibilidad de hallar una puerta de salida. Pero aquel gnomo que habitaba mi oculta vanidad, seguía requiriendo alimento y me apremiaba impaciente. Antonio Machado me socorrió en aquella angustia: «Morir… ¿Caer como gota/ de mar en el mar inmenso?/ ¿O ser lo que nunca he sido:/ uno sin sombra y sin sueño,/ un solitario que avanza/ sin camino y sin espejo?». Noté, una vez deglutido este pan recién horneado, un momento de calma, un abandono, un desmayo. Pero fue una alucinación, un desvarío. El monstruo era insaciable así que, desesperado acudí al más amado de mis maestros por ver si podía conseguir que el hambre cesara en su tormento. Miguel Hernández me lo susurró al oído: «Quise ser… ¿Para qué?... Quise llegar gozoso/ al centro de la esfera de todo lo que existe./ Quise llevar la risa como lo más hermoso./ He muerto sonriendo serenamente triste».

Cuando consumí este canto, me abrazó un escalofrío que se estrelló en el espejo. Y el hambre, alimentada por el verso, huyó despavorida. Tal vez a usted le sirva mi remedio para los días de dolor extremo. Si la dosis no fuere suficiente, visite a Pablo Neruda: «Y cuando viene el sueño/ a extenderme y llevarme/ a mi propio silencio/ hay un gran viento blanco/ que derriba mi sueño/ y caen de él hojas blancas, /caen como cuchillos/ sobre mí desangrándome./ Y cada herida tiene/ la forma de tu boca».