Temporal y música

Gonzalo Trasbach
Gonzalo Trasbach (IN)SOMNIUM

BARBANZA

27 mar 2018 . Actualizado a las 05:05 h.

La furia del temporal te despertó de madrugada. La lluvia batía con violencia contra los cristales de las ventanas. El viento azotaba sin piedad los árboles del parque. Te levantas desganado. Estás disgustado y no sabes por qué. Miras afuera: la calle desierta, las palmeras resistiendo las embestidas del aire húmedo y el agua corriendo enloquecida sobre el asfalto. Al mediodía amainó la borrasca. Necesitas salir, salir de tu propio encierro interior.

Abres la puerta y bajas por las escaleras. En la acera, decides entrar en el bar de la esquina. Pides un café. Todos están pendientes de la tele. Ves que continúan con el inagotable espectáculo de traficar con el dolor de los otros, del prójimo, cubriendo cada esquina con una noticia y una imagen. «De este modo estamos permanentemente ‘ocupados’ y a la vez nos libramos de tener un presente propio», te dijo alguien hace unos días.

Abandonas el establecimiento y empiezas a caminar: la magnolia coronada de violeta te sale al paso, cruzas por delante de una hilera de rododendros que luce sus flores rojas, rojas como la sangre que ahora brinca en tus venas. La hierba brilla bajo la luz del día, murmura, musita una canción... Después de andar un buen trecho, tus nervios parecen activados, tensados para volver otra vez a lidiar con el mundo. Regresas a casa. Cuando llegas te sientas en la mesa del presente. Sin embargo, ahora tienes la sensación de que su contenido espiritual no es idéntico al de antes. El exterior mudó tu estado de ánimo, mientras el paso del tiempo transfiguró el escenario. «El espacio y el tiempo siempre van juntos, como dos caras de una moneda», dice un amigo tuyo en su último libro, Ética del desorden.

Aunque un rebaño de oscuras y sucias nubes atraviesa el cielo, la tarde te invita a pasearla: los restos del temporal que ha traído la marea están esparcidos sobre la arena de la playa. El mar sigue cabreado y tiene el gesto taciturno. Hay ramas desgajadas sobre el suelo entre los pinos. Desde allí, observas que la falda de la sierra enseña su cara más sombría. Adivinas los destrozos originados en la cumbre, donde todo es mucho más contundente. «El viento se levantó de noche y llevó lejos nuestros planes», recuerda John Berger.

Encogido. Con las manos en los bolsillos, regresas a casa. Vuelves a sentarte delante de la misma mesa. Andas girando alrededor de cuatro discos nuevos. Te percatas de que te has olvidado incluir en la lista Phases, la última grabación de Angel Olson. Entras en YouTube y encuentras la actuación de la cantante de St. Louis en el Pitchfork Music Festival 2017 de Chicago. Apoyada en su poderosa banda, la autora de My Woman está portentosa. No esperabas menos. Pero observas a la menuda mujer que está a su lado. Te asombra su energía, la fuerza vocal para doblar la voz de la estrella: escupe cada palabra, las violenta con toda su alma. Baila, grita, toca la pandereta y chilla hasta quedar sin aliento. Pero también se enternece hasta derretir la carne en cada estrofa que recita.

Te emocionas. «Esa pequeña chica te ha calado hasta el hueso. Te ha dejado tocado» te dices. Recuperas el ánimo y ves que está languideciendo un miércoles cualquiera de este marzo tremendo. Ahora, cuando ya está cayendo la noche sobre la arboleda, viene Walt Whitman y te canta al oído: «El fulgor del día se detiene a esperarme».