Relato de un náufrago

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

MATALOBOS

25 mar 2018 . Actualizado a las 13:26 h.

No siento rubor alguno por apropiarme de este título de Gabriel García Márquez. Muy al contrario. Presiento que, desde el inframundo, él mismo ha puesto su dedo de fuego sobre mi frente abatida para que, leyendo su diario extremo, asuma mi retorcida odisea y entregue mi cuerpo a los verdugos y al horror que me rodea y nos rodea a todos aquellos que inermes y a merced de las estrellas y los vientos, navegamos abandonados sin rumbo ni brújula por el océano oscuro que dominan los monstruos impíos desde el principio de los tiempos.

Todo está aquí, lean. Así lo dejó escrito Gabriel en su diario de naufragio que, con los despojos de la marea, ha llegado a ser nuestro propio y último diario. Lean: «La aleta de un tiburón infunde terror porque uno conoce la voracidad de la fiera. Pero realmente nada parece más inofensivo que la aleta de un tiburón. No parece algo que formara parte de un animal, y menos de una fiera. Es verde y áspera, como la corteza de un árbol. Cuando la vi pasar orillando la borda, tuve la sensación de que tenía un sabor fresco y un poco amargo, como el de una corteza vegetal. Eran más de las cinco. El mar estaba sereno al atardecer. Otros tiburones se acercaron a la balsa, pacientemente, y estuvieron merodeando hasta que anocheció por completo. Ya no había luces, pero los sentía rondar en la oscuridad, rasgando la superficie tranquila con el filo de sus aletas».

Así escribió Gabriel en su agonizante diario. ¿Acaso no tiene usted como yo, la sensación de estar viviendo la misma pesadilla? ¿No se siente desnudo de amor y de consuelo, abandonado a los vientos y a la mar en una balsa de piedra en la que usted, sus camaradas y yo nos alimentamos de soles y calendarios ciegos? Esa es la historia de nuestras vidas. No se equivoque. No nos equivoquemos. Transitamos la mar en la que, en sus escaparates de nácar, se reflejan la abundancia y el deseo. Mas no podemos alargar la mano. Las aletas de los tiburones, como cortezas de árboles castrados, dibujan nuestro sombrío destino sobre las aguas perfumadas en las que se bañan los dioses de la tierra ajenos al exilio y al dolor de los náufragos.

Si usted o yo alargáramos la mano para proveernos de alguna de las mil glorias que se exhiben en el escaparate licuado que permanentemente se abre a nuestros ojos, sería amputada de inmediato por cualquiera de los tiburones que navegan bajo la aleta verde y áspera como la corteza de un árbol. Avasallados por la extensísimas medidas del horizonte vacío. Humillados por el poderío del océano en el que vagamos desnudos y desahuciados de las habitaciones de la alegría. Y faltos de toda esperanza, nos abrazamos unos a otros con el corazón herido por el pánico que en él inyecta la mezcla letal de la soledad y el desamparo.

Los tiburones juegan entre dos aguas a los dados y apuestan sobre un tapete de algas nuestras vidas de esclavos vencidos por su opulencia. Olvidados de la prole que en las playas lejanas aguarda su barco, nos dirigimos irremediablemente al festín en el que seremos selectísimas viandas servidas sobre las mesas de ébano y manteles de hilo de los amos de este mundo. Así, los despiadados tiburones, devorarán educadamente lo que fuimos, lo que somos y lo que ya nunca llegaremos a ser.