Lejana y diminuta historia de mi calle (2)

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

matalobos

18 mar 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Llegándose a ella desde A Porta da Vila en Noia, mi calle se abría con el Banco Pastor de don Pedro Barrié. Su director, Manuel María. Mercedes, su esposa, era bellísima. Su vecino, Ventura, vendía telas y los famosos sombreros sancosmeiros. En el portal de Tomillo, elaboraba Isaura la fórmula magistral de sus especias para callos y postres. El contraluz de aquel portal, olía a canela y a vainilla. Generoso Pardiñas también le daba a los tejidos. En el primer piso vivía Palomita, rubísima y de ojos zarcos, nacida el mismo día que yo. Angelita Durán, la comadrona a quien tanto quise, nos trajo a los dos al mundo. Al lado, Francisquito tenía una camisería de caballero y sobre su bajo, Ester, la madre de Chicho y Lorenzo, peinaba a su clientela. Ramón Guerra proveía de toda clase de hierros, tornillos, puntas, tenazas... pero a nosotros nos interesaban los balines del 4,5 para atronar a los incautos gorriones de la arboleda de San Francisco.

En los pisos de arriba tenía peluquería Rosita y estaba la clínica dental, Pestónit. Muy niñas, Marta Sánchez y su hermana gemela veranearon allí por ser sus parientes. Soledad Peneiras tenía una mercería y dos hijas. Lindante, Manolo Brandia lucía un buen almacén de tejidos. Famosos eran sus hijos gemelos idénticos, Jaime y Luís, que con nosotros alegraban la calle. Pared con pared, Manolo Chico abría su zapatería a medida de la que salían los zuecos para las parroquias aledañas. Tenía varios hijos, Fredo era el de mi edad. Riamar vendía ropa de caballero. En su escaparate resuelto en ele cabalgábamos sobre su ángulo por vernos reflejados doblemente. Y, justo al lado, el portal de Loli, que era como una caja mágica de la que salían todos los juegos que inventaron los gnomos y las hadas. Bolichas, trompos, los programas, la naina y el apandadoiro para contar hasta cincuenta mientras nos escondíamos.

Y ya, mi casa. Nuestro comercio, baúl en puerta, para reclamo de los que no tenían otra solución que cruzar la mar camino de América. Colchas, mantas, maletas. Madejas de lana, telas de vichí, panamá, villela, muletón, sarga, paño. Metros y metros medidos sobre el mostrador uno a uno para pagar mi vida y la de mis hermanos. Olía a café a las once y a las seis. Y a tabaco rubio que traían de Vigo los marineros. Veo en el horizonte perdido a mis padres bellos y jóvenes antes de emerger del luminoso lago de mi infancia.

Al lado, Rafael Agrafojo y Marina tenían una relojería, pero también vendían bicicletas y motos. Al fondo, Felo, Pepe Sande, Manolo y Carlos arreglaban relojes en un taller que daba a la pista del casino sobre la que veía bailar a mis padres las noches de fiesta asomado a la ventana de su habitación. Las Anacletas vendían zapatillas entre tinieblas. Se parecían a las abuelas de Mickey Mouse. La mercería de Finita y Marcial, hoy lencería, lindaba con el Cine Galicia. En la luz de su pantalla descubrí las pasiones y el humor. El miedo, la muerte y los tímidos besos de menta y cacahuete. Seguía la tienda de la Xepa y remataba la calle el comercio de Ventura y Milucho.

Además de los gatos y las golondrinas, habitábamos El Cantón cuarenta niños. Hoy no hay ninguno y su aire ya no reconoce en nuestros pasos la gloria que fuimos.