Acudes una vez más a un cementerio. Vas a despedir a un vecino. Es una fría y desapacible tarde de marzo. ¿Por qué lloran las nubes, papi?, pregunta una niña a su padre en un anuncio. Y con ese recuerdo se te vienen a la cabeza las páginas escritas, acompañadas de sus dibujos originales, de El principito, ese pequeño pero hermoso cofre lleno de alegre sabiduría del aviador francés Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944), que tantos hemos leído y también hemos menospreciado colocándolo bajo la etiqueta de «literatura infantil o adolescente», literatura menor en cualquier caso. ¡Qué monumental equívoco!.
Te preguntas por qué ahora te acuerdas de estas cosas. ¿Te estás haciendo viejo? Por edad lo eres ya. Incluso alguna vez, como te dice el hijo de un amigo, piensas que es posible que ya nacieras viejo. El cura predica, los files escuchan. Alguien te interroga: ¿qué tal te llevas con tu vejez? Entonces, rememoras el secreto placer de esconderte de los mayores cuando eras niño. Cuando fatigado de su presencia te retirabas a un escondrijo para observar el mundo sin ser percibido. En aquel tiempo, te sentías un experto del camuflaje.
Te dices que mantienes una estupenda relación con tu vejez. Sí. La tienes gracias a haber dejado atrás la agotadora y aburrida confrontación, de haber liquidado la cansina dualidad de las diferenciaciones conceptuales, lo cual te ha permitido regresar a una cierta infancia, a un territorio donde solo existe un eterno aquí y ahora, un espacio de juego e inocencia donde se trazaban puentes entre las orillas de un río común. Este libro nos recuerda que las semillas que sembramos entonces son invisibles, pero aún dormitan en nuestros pechos.
Haber vuelto la vista cara a este pequeño y maravilloso objeto te parece útil. Has recibido una gran lección de humildad. Y a la vez, aunque todos lo somos en mayor o menor medida, descubres que no es un libro para vanidosos: estos solo escuchan los elogios y oyen los aplausos. Pero sobre todo, nos sirve para que recordemos los niños/as que fuimos no hace tanto. Se relata en estas luminosas 91 páginas que las personas grandes (adultas) siempre necesitamos explicaciones porque no entendemos esto o aquello. En realidad, porque la mayoría casi nunca comprendemos nada por nosotros mismos.
Gracias a la vejez has vuelto a reencontrarte con el traste que fuiste en aquella patria en la que todos éramos hermanos, hijos de una misma orfandad: la infancia, esa sombra que siempre nos acompaña como un rumor de fondo que ha resucitado en tu vejez. Ahora, pese a la presbicia miras las cosas, las personas, el mundo con otros ojos. Miras las amistad con el corazón: solo los niños/as saben que no hay mayor tristeza que perder un amigo: «No todos han tenido uno», nos dice el Principito. Solo los niños/as son capaces de decir «estoy solo, busco un amigo, quiero ser vuestro amigo».
Cuando un niño/a dice que ve corderos dentro de una caja dibujada, los adultos nos extrañamos, pensamos cosas raras y los llevamos al psicólogo. Y cuando nos dicen «¡es tan misterioso el país de las lágrimas!..», nos quedamos perplejos. Ocurre que se nos ha olvidado que lo esencial suele ser invisible a los ojos, porque «solo a través del corazón podemos buscar el pozo que el desierto esconde en cualquier parte», dice este bendito libro. Amén.