En el amanecer de Alfonso Costa

Maxi Olariaga NOIA / LA VOZ

BARBANZA

matalobos

28 ene 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

En aquellos días en los que los eclipses cobraban vida propia e invadían el desgarro azul de Alfonso Costa, cegándolo como Odiseo cegó a Polifemo. En aquellos días en los que los cometas se enredaban en la cabellera de la luna y perdían el rumbo y su deriva. En aquellos días en los que la humanidad vagaba por los desiertos hollando el polvo de los huesos calcinados por el sol de la venganza, los poetas alzaron la voz y las gentes recordaron que sus padres habían vivido en los siglos de la dignidad.

Cuando comenzaba el sol de la amanecida a mostrar su frente noble tras las dunas de aquel desierto infinito por el que las gentes extraviadas viajaban en círculo desde los tiempos en los que se descubrió el fuego, por todo el campamento, sobre las lonas deshilachadas, se elevó la voz de la mujer, y como un viento surgido del fondo de la tierra, recorrió la ciudad vagabunda que se extendía sobre la aridez de la naturaleza muerta: «Que os bosques da ausencia non nos alcancen/ Que o oído non escoite o labor dos fungos na madeira/ O íntimo romperse das cifras/ Que ese vento mudo non se atranque na gorxa/ Que non se decate a lúa do pozo azul e frío/ Que os dedos non toquen a música perdida/ Que a fronte delongue aínda máis fondo/ O seu cofre de horas virxes».

La palabra de la mujer hirió como una daga de cobalto el hielo azul de los corazones. Eva Veiga, como un ángel de espuma solidificada, flotaba sobre el dolor de la carne y del espíritu de aquellos peregrinos extraviados en la espiral de arena de los últimos días. Muchos la reconocieron y alzaron sus manos suplicando un milagro.

Apenas la mitad de los habitantes había abandonado la densa oscuridad de la miseria interior en la que soñaban un futuro imposible, cuando la voz del hombre recorrió de Este a Oeste aquella ciudad semoviente abrasando las amarras que la fijaban al suelo: «É hora da luz! É hora da luz! É necesario./ Hora de prender cirios, velas, palmatorias, é hora/ de acender os vasos de aceite e a súa bolboreta/ de incienso, de prender as candeas, os candeeiros,/ os candelabros, as achas de resina. Prender os fachos!». La voz de Avilés de Taramancos entraba y salía de las tiendas como un animal salvaje enajenado por el fuego encendido en sus entrañas. Y la humanidad se arremolinaba alrededor de la columna de lava congelada que ululaba girando unos metros por encima de sus cabezas. Algunos comenzaron a comprender entonces la voz futura de los poetas y, cayendo sobre sus rodillas, ungieron con ceniza sus cabellos.

La voz de Eva Veiga volvió a estrellarse contra aquellas frentes humilladas por la verdad del verso: «Sóñate corazón/ ergue as pesadas pálpebras/ afaite á claridade/ do nada a esa verba/ de insólito silencio/ a luz máis invisible/ atravesa intacta/ o cego sol das horas». Para entonces, la humanidad toda alfombraba el desierto. Y las primeras flores y los árboles retoños y las viñas y el trigo, comenzaban a brotar bajo sus vientres cosidos a la tierra. Y se oyó una gran voz que abatió la desesperanza: «Hai que romper, romper, romper agora!». Avilés y los músicos cerraban el círculo herido y ofrecían a los irredentos una segunda oportunidad. Solo los poetas y la música nos liberarán.