El pasado domingo por la noche tuve que acudir al servicio de urgencias ubicado en el centro de salud. A pesar de estar en plena ola de gripe tan solo había dos parejas esperando a ser atendidas. Llamé a la puerta, entregué la tarjeta sanitaria y me dispuse a esperar turno. Un chico de unos 30 años hurgaba en su móvil mientras una chica, sentada a su lado, reclinaba la cabeza contra la pared, con los ojos cerrados, por lo que supuse que era ella la paciente.
Mientras barruntaba esto y soportaba mi dolor empezó a martillear mis neuronas el sonido de las teclas que presionaba el zagal al escribir, trufado por el de entrada de mensajes. Dirán ustedes que una es algo tiquismiquis, pero la verdad, en una pequeña sala en silencio de un servicio de urgencias, me parece fuera de lugar. El éxtasis llegó cuando el susodicho abrió un vídeo con un sonido que rasgaba los tímpanos. Ajeno al mundo dio un toque de codo a su aletargada colega para enseñárselo. Ella miró con indiferencia y volvió a cerrar sus ojos.
Me recordó que hace unas semanas, estando en un avión a punto de despegar, un hombre de cierta edad se giró hacia la joven pasajera que ocupaba el asiento de atrás y le preguntó si no tenía auriculares. Ella dijo que no creyendo que se los pedía prestados, a lo que el hombre contestó que él no tenía que sufrir su falta de previsión, que por favor bajase el volumen de los vídeos en su móvil.
Iba a ponerlo en práctica pero una, por experiencia, sabe que si un bulto con patas no tiene cerebro para ver su incorrecto proceder, menos lo tendrá para admitir la crítica. Y a buen seguro la discusión sería con los dos.