Problemas del primer mundo

Antón Parada

BARBANZA

17 ene 2018 . Actualizado a las 17:43 h.

Primer acto. Interior de un domicilio de una familia de clase media de cualquier ciudad gallega. Cuando se levantó aquella mañana, los posos de café gastado seguían ocupando el espacio en la cazoleta de la cafetera exprés, por lo que nuestro protagonista decidió desde ese momento que aquel sería un mal día. Con una mueca de desagrado, los retiró empleando una fracción de su valiosísimo tiempo y apuró el desayuno para meterse en la ducha. Ahí fue donde obtuvo la confirmación a su presagio, ya que a los cinco minutos el agua comenzó a salir fría. Alguien había vuelto a gastarla y no iba a disponer del tiempo necesario para que el suavizante compuesto a partir de extractos de alguna exótica flor sudamericana hiciese su glamuroso -y a veces dudoso, pero siempre caro- efecto.

Acompañado de una banda sonora original de maldiciones e improperios, comenzó a vestirse hasta que se percató de que le sería imposible llevar el modelito que había conjuntado mentalmente teniendo en cuenta hasta la ropa interior. «Le dije a esa maldita asistenta que quería planchada la camisa azul cobalto, no la azul eléctrico», refunfuñó, para después pensar: «Qué más dará, total este año tampoco tenía pensado hacerle el contrato. Y si se queja, ya sabe de qué va la Ley de Extranjería». Y así, pensando en cómo reinventarse a si mismo en novedosos formatos de amenazas, se subió a su Mercedes y recordó lo desgraciado que era por no tratarse del modelo de este año y tener que andar conduciendo uno del 2005. El periplo hasta la oficina estuvo a la altura de la Odisea, ya que tuvo que sortear a un Escila, encarnado por un desaprensivo pobretón que quería cobrarle un euro por limpiarle los cristales, y a un Caribdis, ilustrado por un atasco. Tras una jornada laboral de ocho horas y tres cafés de la mejor arábiga, la mayor de las tragedias se consumó al caer la noche. Se había olvidado de programar en la tele de 50 pulgadas la grabación del partido de hoy.

Segundo y último acto. Interior de una casa de adobe en cualquier país del norte de África. La intensa luz del sol y el hedor de los orines evaporándose le despertaron. No obstante, el personaje secundario se alegró porque aún quedaban unas gotas de agua en el zurrón, que le permitirían no desfallecer durante los diez kilómetros necesarios para llegar al pozo. Bañado en sudor, se atavió con la misma ropa de ayer -y de toda la semana- y echó a andar. Se le tornaba un buen día, pues en el camino solo tuvo que pasar dos controles militares, «¡y sin sobornos!». Ya solo le quedaban por delante 18 horas recogiendo esas piedras que desconocía cómo podían hacer funcionar uno de esos raros móviles y, con suerte, no estaría muy cansado para ver las estrellas esta noche.