Lecciones olvidadas

Maxi Olariaga RIBEIRA / LA VOZ

BARBANZA

26 nov 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

MATALOBOS

Con frecuencia se oye decir que no hay universidad como la escuela del mundo. Oprimidos por estos mentecatos de pose estudiada, mordiéndonos la lengua, acudimos a que no hay libro como el que la luna y el sol escriben en las infinitas páginas del cielo. Y nos acogemos a esas frases que ruedan cuesta abajo por las avenidas y los senderos, y que sobre los tejados se enredan en las veletas como banderas de la libertad. Así cuando oyes al abogado/a que arruina tu ocio durante el sagrado vino del mediodía, deshilachando la vida del prójimo, te acuerdas de don Miguel de Cervantes: «El maledicente no se diferencia del malvado sino por la ocasión». Y cuando pasa de la murmuración a la calumnia, evocas el Salmo: «A cualquiera que calumnia, a ese reduzco al silencio». Pero te callas y abandonas la lucha sin contestar. El calumniador, triunfante al despedirte, aún añade: «Lo que yo te diga. Lo sé de buena tinta».

Te vas cobardemente desarmado y sabiendo que el próximo que pasará por el vertedero de aquella boca serás tú mismo y tu casa. No has sido valiente porque no has defendido al ausente ofendido, pero así es la vida, te dices, no se puede estar todo el día luchando.

Al día siguiente estás tranquilamente leyendo la prensa vestido de ese olor a café que aromatiza toda la barra del bar, cuando el médico, mientras pasa violentamente una página de su periódico, dice para ser oído: «Con estos lo que había que hacer era mandarles el ejército, para que hablen en cristiano y dejarles un par de docenas de muertos en Las Ramblas». Espantado, no levantas la vista del crucigrama y se te atraganta el churro que estaba a medio comer. Y, ¿cómo no? Se te viene a la memoria Erich Hartman: «La guerra es un lugar en el que, jóvenes que no se conocen ni se odian, se matan entre sí, por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan».

Está bien, te han fastidiado el desayuno, pero compruebas, una vez más, que la escuela de la vida doctora más que la Universidad de Yale. Con ardor de estómago y la lengua acerba, te vas a dar un paseo por la alameda. Tu espíritu haya el reposo bajo el tinte cárdeno que el otoño pinta en los árboles, pero la paz dura poco. Te encuentras con un viejo amigo ingeniero, divorciado hace un año que, apenas saludarte, descarga una batería de odio contra todo lo que se mueve. Las mujeres, los hijos, la familia, los juzgados, el fútbol... Y, claro, otra vez la conciencia. Ahora se te presenta Stendhal: «Lector, no desperdicies la vida en odiar y tener miedo». Pero vuelves a callar. Te despides con una disculpa y abandonas aquel barco a la deriva.

De regreso a casa, te cruzas con una amiga catedrática. Tiene más de setenta años y calza tenis de 200 euros y un vestido de jovencita en día de marcha: «¿A que estoy guapa? Es lo último en moda. Lo que se lleva». Y otra vez se te aparecen los sabios que en el mundo han sido, en este caso Cocó Chanel, la gran modista: «Mujer, la elegancia consiste en llevar lo que a una le sienta bien, no lo que impone la moda».

Te refugias en casa, sí. Y dudas si encender el televisor. El ataque será feroz, lo sabes. Lo que de verdad se lleva es la mediocridad, la vulgaridad, eso que ahora llaman el postureo. ¡Qué pena!