¿Qué fue de Baby Jane?

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

matalobos

15 oct 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Los de cincuenta para arriba, recordarán este asfixiante filme de Robert Aldrich, que protagonizaron Bette Davis y Joan Crawford en 1962. Vi esta película en el cine Fraga de Vigo cuando era uno de aquellos chicos del Preu que, como chimpancés en celo, tonteábamos en la calle del Príncipe exhibiendo guiños y medias sonrisas a las niñas de uniforme colegial. Días gloriosos que vistieron nuestros 17 años triunfales. Todo era un cielo, un camino de estrellas, una casita en la luna donde nos sentíamos los reyes del mundo. A esos 17 años que con tanta ternura evocaba en su canción Violeta Parra, me encontré con esta historia de Baby Jane que en aquel tiempo me sobrecogió, me aterrorizó y me conmovió, pero que no alcancé a comprender porque todavía, también yo, era un Baby Jane.

Ahora, 55 años después, Bette Davis llamó a mi puerta. Abrí y me la encontré poseída por el pánico con su rostro deformado por la histeria y escasamente iluminado por sus ojos muertos abarrotados de rímel, que como un río negro se despeñaba por sus pómulos. Baby Jane, nos cuenta la película, había sido una niña prodigio en el teatro y en el cine que, una vez que el tiempo la hizo mujer, quedó varada en aquel rol, encadenada como Sísifo a su personaje, y condenada a vivir errante y anónima por el desierto de los antiguos fotogramas que habían cautivado a millones de personas. A sus 80 años, Baby Jane, seguía siendo aquella niña que llenaba los cines y los teatros de familias ansiosas de verla, de adorarla, de obtener un autógrafo, un certificado de que habían estado a menos de un metro de aquella estrella que iluminaba el océano vulgar de sus vidas anodinas. Vivía Baby Jane (Bette Davis) con su hermana Blanche (Joan Crawford) que como ella había sido actriz, pero que siguió su carrera siendo admirada hasta su madurez.

Un fatal accidente había dejado a Blanche, encadenada a una silla de ruedas y toda aquella maldición que a Baby Jane le roía el corazón, todo aquel rencor que destilaba su sangre coagulada desde la infancia, todo aquel desgarro que las heridas del tiempo detenido habían horadado su alma, las descargó sobre la incapacidad de Blanche con la frialdad de un sable de hielo. La hacía sufrir, la despreciaba, la vejaba, la insultaba y se miraba en ella como en un espejo negro en el que buscaba la razón, el por qué el velero de su vida había naufragado a pocas millas de su partida, mientras el de Blanche había navegado todos los mares siendo recibido en todos los muelles por una multitud de pañuelos abarrotados de besos.

Me pregunto si todos tenemos encerrada en las mazmorras del corazón, una Baby Jane que no nos deja amar, que nos incita al crimen y a la violencia, que nos invita a maldecir a quien amamos y que trata de conseguir que nos odiemos a nosotros mismos. A veces, en algunas gentes, veo asomarse al balcón de sus ojos, a esa Baby Jane que duerme en nuestras habitaciones interiores y percibo el odio, esa espesa negritud del rímel, que amenaza los pocos días felices que tal vez nos queden amarrados al maravilloso puerto de este mundo. ¡Pobre Baby Jane!