Una mano amiga en los peores conflictos

Ana Lorenzo Fernández
ANA LORENZO RIBEIRA / LA VOZ

BARBANZA

CEDIDA

El boirense trabaja para la ONU ayudando en los campamentos de refugiados sirios y desplazados de Irak

01 oct 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Siempre tuvo vocación de ayudar a los demás, y daba igual a qué esquina de la tierra tuviera que viajar para hacerlo. Chiapas, Sudán, Palestina o Colombia son solo algunos de los puntos de conflicto a los que no dudó en desplazarse para auxiliar a todas esas familias que se habían visto salpicadas por las insensateces y crueldades de guerras de las que ellas no eran culpables, un trabajo que sigue haciendo ahora en Irak, donde es el coordinador principal de campo de Acnur, la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.

Pero antes de llegar hasta aquí, hay que buscar los motivos que llevaron a Óscar Sánchez Piñeiro (Boiro, 1974) a centrar todos sus esfuerzos en arrimar el hombro ante las peores guerras. Con tan solo 12 años, este boirense cogió las maletas y junto a su familia hizo su primer gran viaje emigrando a Estados Unidos. El recibimiento del otro lado del Atlántico tuvo cosas buenas y malas, porque aunque había el trabajo que en España escaseaba, no tenían los papeles para poder normalizar su situación. «Allí era un indocumentado, igual que mis padres, y estábamos como las personas que ahora mismo llegan a España y tienen muchísimos problemas para poder trabajar y estudiar. Esta situación me guio a cambiar las injusticias».

Primeros destinos

Tras licenciarse en Historia y Ciencias Políticas en la Universidad de Rutgers, Óscar inició su contacto con las oenegés y viajó a Chiapas coincidiendo con los levantamientos zapatistas, un primer destino al que luego seguirían otros. Dice que pasó momentos difíciles con el conflicto abierto de la segunda intifada, con las guerrillas de las FARC o con la inestabilidad que había en Sudán tras los acuerdos de paz. «Hay sitios que son complicados, pero nosotros tenemos que mantener la calma y tenemos protocolos para cuidarnos y no estar en una situación peligrosa. Además, hay que pensar que la gente a la que ayudamos es la que sufre en estos conflictos. Es un trabajo que tiene sus riesgos, pero lo veo siempre desde la perspectiva de la situación de los refugiados».

Entre todas las personas a las que ayuda, siempre hay algunas que le remueven más el interior, sobre todo siendo padre. «Los niños te tocan más el corazón, porque ellos son víctimas del conflicto. Las personas mayores también son un grupo muy vulnerable, y en algunas comunidades, también el colectivo LGBT», explica Óscar Sánchez, que confiesa que cuando más lloró fue en Colombia, «cuando los niños de 14 años tenían que escapar de las guerrillas porque iban a ser reclutados para matar».

Sus hijos fueron testigos junto con él de muchos de estos episodios, porque durante años lo siguieron por medio mundo en los distintos conflictos a los que acudió. Aunque ellos nunca estaban en el terreno, sino lejos de los campos, sí conocieron de cerca las injusticias de las guerras. «Hablando con mi hija mayor, a veces llegaba a cuestionar todos mis movimientos, porque los ha vivido, y ha estado en Palestina, Ecuador... Por una parte tiene cosas buenas, porque ves el mundo más pequeño y tienes amigos en todos los países, pero por otro lado no tienes muchas raíces».

Coordinador de servicios

Desde el pasado noviembre, Óscar tiene su base de operaciones en Dohuk (Irak). «La verdad, es un trabajo complicado porque llevamos 27 campos de desplazados y refugiados, con más de medio millón de personas en ellos y los que están fuera. Yo soy el coordinador de terreno, me encargo de supervisar la gerencia de los campos de refugiados y desplazados, y de que tengan todos los servicios básicos y la respuesta humanitaria debida». La situación es un poco complicada tras el referendo que se celebró en Kurdistán, «y ahora tenemos que ver qué pasa, dependemos de la estabilidad del gobierno para trabajar y hay una disputa política que se debe resolver. Además, estamos a 70 kilómetros de Mosul y a una hora y media de Siria, donde todavía existen remanentes del estado islámico. No estamos en el mejor de los barrios», bromea.

Sabe que su profesión tiene cosas malas, como estar lejos de su familia, pero tiene otras extraordinarias: «Es un trabajo cercano con la gente y ves cómo la ayuda humanitaria llega a las personas que la necesitan. Los refugiados me dan mucho más de lo que yo puedo darles. Lo nuestro es un pequeño apoyo para garantizar la protección de los derechos básicos que suelen ser violentados durante los conflictos».