Las lámparas del pueblo

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

MATALOBOS

24 sep 2017 . Actualizado a las 14:48 h.

MATALOBOS

Está escrito. «Aquella noche oscura tuvo estrellas:/ las estrellas humanas, las lámparas del pueblo». Palabras, versos de Pablo Neruda. Palabras, versos que aún alborotan el escaso equipaje que me queda y que siempre se presentan cuando el río de la injusticia, del dolor y de la indiferencia se desborda, rebasa las copas de los sauces, enloquece a los pájaros y a las truchas y repta por las carreteras de asfalto y por los caminos de tierra devorando a su paso, bestias y hombres.

Se despeña el río de los señores, de los reyes y de los tiranos montaña abajo y a través de los espejos de los televisores inunda las casas violando a sus habitantes, registrando sus armarios, requisando sus despensas, incendiando su niñez y castrando su inocencia. Son ellos, los mismos que una y otra vez desde que el mundo es mundo, ordenan desde su trono la destrucción del pensamiento y abolen la libertad de amar, de reír y de cantar. Y el poeta resiste y nos enseña a resistir. Nos repite una y otra vez la jaculatoria para que, delante de los poderosos, bajo las almenas de sus castillos, a los pies de sus palacios, las gritemos hasta que nuestra voz traspase sus puertas, horade las nubes y llegue como una lengua de fuego hasta las sedas de sus lechos y el oro de su cubertería. «Aquella noche oscura tuvo estrellas:/ las estrellas humanas, las lámparas del pueblo». Esa es la letanía. Y es necesario ser insistente. Repetirla una y otra vez hasta que el eco calcine sus tímpanos, incendie sus retinas y pudra su lengua. Tenemos que hacerlo. Tenemos que unirnos. Es necesario que cantemos al unísono como un coro magistral que transmite la voz de la justicia y de la libertad cabalgando sobre los rayos templados del sol amanecido.

El abuso al que estamos siendo sometidos supera el sacrilegio. El sometimiento del espíritu y el daño violento que se ejerce sobre el cuerpo, lo dice el poeta, no tiene parangón en la historia de la humanidad. Tendremos que enfrentarnos a la bestia, reconocerla, olerla, darle forma para que no pueda volver a engañarnos. Necesitamos silencio, un día y una noche de silencio. Meditación, pensar, decidir. También lo sabe Pablo Neruda, el evangelista último: «Hoy pido un gran silencio de volcanes y ríos». Es la consigna: silencio, silencio, silencio. Y después el estruendo de los versos, la deflagración completa de las palabras que han de minar los corrompidos cimientos de la tiranía, del fraude, de los magos corruptos que nos aterran convirtiendo nuestra voluntad en fantasmas amenazantes que surgen de las urnas de oro que creíamos nuestras.

Hay que escuchar a los poetas. Aprender de memoria su catecismo. Volver a los orígenes, a la pureza del cielo de nácar que nos cobijaba en el vientre de nuestras madres. «Mi pueblo escondió mi camino,/ cubrió mis versos con sus manos,/ me preservó de la muerte». Es preciso cantarlos una y otra vez, tañendo liras de sal extraída de la mar primera, la que llegaba a la orilla y besaba nuestros pies enamorada.

Ahora o nunca. Si les dejamos dar un paso más, nos eliminarán para siempre. Vaciarán nuestro cráneo y en el beberán el amargo licor macerado en el lagar de la historia de lo que pudimos llegar a ser si hubiéramos creído en los poetas.