«Paisajes después de la batalla»

maxi olariaga MAXIMALIA 

BARBANZA

24 jul 2017 . Actualizado a las 21:28 h.

Hace ya muchos años que el lunes siguiente al domingo que clausura la Feira Medieval noiesa, me cuelgo de las barbas del amanecer y asomado a nuestra galería recuerdo la novela de Juan Goytisolo que hoy titula este Maximalia. No por los personajes ni por las mil vidas ni las mil muertes que en el libro se viven y se mueren, no. Es por el título. Paisajes después de la batalla. He ahí el panorama. Los despojos yacen sobre un lecho de cristales rotos de todos los colores y la paja que fue asiento y hasta cama durante tres días, se extiende como una alfombra que horas antes fue voladora y transportó cuerpos y almas a otros mundos buscando la salida del laberinto en el que vagamos ciegos y sordos. La noche fue larga y larga fue la batalla. Por el camino de heno se quedaron los estigmas de la ira y de la violencia. También naufragaron en ese mar de los sargazos secos, los mil sueños que soñamos a bordo de un drakkar vikingo enarbolando en sus mástiles la sarcástica sonrisa de Odín engazada en la negrura de la muerte. Toda la calle emana un ácido olor a alcohol y a vómito fresco y, jugando a las cuatro esquinas, sobrevive el eco de las últimas palabras vacías y de los besos frustrados.

Cubiertos por la suciedad de los plásticos y los jirones de arpillera, palpitan los filos de las espadas y los emblemas de los escudos que alumbraron durante la noche la hidalguía de caballeros borrachos y blasfemos que descabalgados en justas tragicómicas, rodaron por el palenque ahítos de vino y de odio. Todo se ha consumado, parece. Las palomas y los gorriones, apostados en los tejados, esperan expectantes una ocasión segura para descender a aquel mundo abandonado por los seres humanos y procurarse el alimento. Un lamento desgarra la cortinilla de suciedad que asciende desde las alcantarillas. Un mozo y una moza que por sus vestimentas parecen siervos de la gleba, gatean bajo una mesa y a duras penas, apoyándose el uno en el otro, consiguen salir de la trampa que las horas de un reloj parado tejieron sobre sus sienes. A cuatro patas bajan la calle hasta mi puerta, se miran, se palpan y se hablan. No consigo entender lo que dicen. A gatas andan y desandan sus pasos de perros abandonados y vuelven, una y otra vez, abriéndose camino entre el decorado abatido, a rebuscar en el estercolero su tesoro. «Mi madre, me mata. Le costó 600 euros y me lo regaló ayer por mi cumple», farfulla ella. «Ahí te quedas. A saber donde perdiste el iPhone», dice él ya en pie y tambaleándose. Y ella lo ve entre la bruma perderse calle abajo camino del malecón.

Sentada a mi puerta, la niña que no tiene más de quince años, llora abandonada en territorio enemigo. No puedo ayudarla y siento su derrota y su tortura inesperada. Tal vez no debería haber salido, tal vez sus padres como tantos otros no deberían permitir que aquella princesa, hoy esclava, cerrase tras de sí la puerta de su casa camino de la gloria para volver vencida y encadenada a sus caprichos. Perdido su tesoro, con rabia rebusca entre el escombro hasta que un alarido de cristal penetra en su mano y la sangre espanta su dolor. Huye. Poco después las mangueras devuelven la calle al siglo XXI. Y nada queda ya de los paisajes después de la batalla.