L os primeros resultados de la encuesta escolar de drogas dicen que ocho de cada diez jóvenes estudiantes de entre 14 y 18 años han bebido alcohol en el último año y siete de cada diez, en el último mes. La ministra de Sanidad ha presentado un adelanto del estudio en la campaña para concienciar sobre el problema Menores: ni una gota de alcohol. Los datos son muchos peores que los que señaló la encuesta. No solo porque el número de casos ha aumentado considerablemente, más de ocho puntos, también por el panorama altamente preocupante que dibuja el conjunto de aspectos analizados: la edad de inicio baja y la media se sitúa un poco antes de los 14 años, uno de cada cuatro dice que bebe compulsivamente y en mucha cantidad, y la mitad ha hecho botellón. Aparte de cuantificar el consumo, lo que dejan claro estos datos es que a los jóvenes no les es demasiado difícil conseguir alcohol. No sé si la encuesta lo pregunta, pero es evidente que el hecho de que esté prohibido el consumo, y por lo tanto, la venta a menores, en la práctica no supone ningún obstáculo; cuando menos, ninguno insalvable.
No tenemos que pensar solo en si los establecimientos cumplen o no la ley. Tenemos que ser conscientes de que le problema lo tenemos dentro de casa. No solo en aquellos casos en que los padres acompañan a los hijos con la bebida en la fiesta para asegurarse de que esta sea de buena calidad; lo tenemos en todas las casas, porque hemos normalizado que el beber alcohol forme parte de nuestra vida. A la mayoría de adultos nos estremece leer que estos jóvenes consideren normal beber el fin de semana entre cinco y seis copas; sin embargo, no hacen nada más que copiar un patrón de la conducta del adulto. Patrón que se basa en presuposiciones, ampliamente aceptadas, del tipo: el alcohol no es una droga, no es una sustancia nociva... Tendremos que insistir mucho en la medida de la ingesta y en la importancia de la edad en relación al consumo, pero no sé si el mensaje tendrá bastante fuerza.