Epístola a los enemigos fieles

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

09 ene 2017 . Actualizado a las 22:07 h.

MATALOBOS

Recuperado ya de la estúpida frustración que me sobrevino cuando comprobé que la hora siguiente a la última del pasado año en nada había revolucionado mis constantes y, después de haberme asomado a mi socorrida galería para comprobar que mi calle yacía agonizante y sembrada de vidrios, vómitos y sueños rotos, no se me ocurre pensar en otra cosa que en los enemigos fieles. Esos que te acosan allá donde estés. No importa el día ni la hora, la tempestad o la calma. Siempre están ahí acechando tu aliento y tus debilidades.

La iglesia católica dijo que los enemigos solo eran tres: el demonio, el mundo y la carne. Juan, el evangelista, mucho más sabio, no nombró a ninguno de ellos y, además, los elevó a cuatro. La guerra, el hambre, la peste y la muerte. Cada uno monta un caballo alado y cabalga sobre este oasis planetario, perdido en el más bello rincón del cosmos. Este astro maravillosamente errante, al parecer puede resistirlo todo. Cada segundo de cada día, nacen humanos con la divisa del infortunio marcada a fuego en el laberinto de sus meninges. Hay quien consigue difuminarla hasta hacerla desaparecer. Son casos muy raros, apenas estudiados por falta de ejemplares, y ninguna ciencia ha llegado hasta hoy al conocimiento del cómo se puede obrar tal prodigio.

Lo cierto es que los seres humanos, por acción o por omisión, colaboramos con la destrucción, el abuso y el sacrilegio que supone el estado terminal de nuestro jardín que no cesa, en su agonía y a pesar del maltrato al que lo sometemos, de dar flor y fruto cada mañana.

Somos los enemigos fieles de nosotros mismos y perdemos las horas en guardarnos de enemigos ajenos. Claro que también los hay. Pero comencemos por juzgarnos para, una vez explorado y condenado nuestro perverso yo, estar en condiciones de estudiar sin prejuicios el injusto trato que nos inflige el vecino. Abundan en estos casos los enemigos familiares y bien se ve que en estas fechas siempre se habla de que «el cuñado nos amargará la cena». Lo cierto es que todos somos cuñados, pero, en modo alguno, estamos dispuestos a que nos tachen de aguafiestas.

Arrastrados por el alud de la desinformación, por la molicie y la dejadez, por el exceso de autoestima y por el conocido «yo no tengo madera de héroe», este maravilloso universo que nos contiene y nos sirve de casa y alimento no consigue odiarnos, a pesar de las navajadas letales que le asestamos. Sigue amándonos como nadie nos ha amado ni habrá de amarnos nunca. Deberíamos tomar ejemplo de él nosotros, sus enemigos fieles. Votar a ladrones para que nos gobiernen, permitir sin rechistar que las aguas y las tierras sean contaminadas por los que se han erigido en amos del mundo. Consentir una guerra que firma un pretendido señorito sobre una mesa de caoba fina con una pluma de oro sin que tal acto lo lleve a prisión. Soportar que no se cumpla nada de lo que nos prometieron cuando los elegimos sin que nos avergüence, es mantener para siempre la casta de los enemigos fieles en los que, al final, nos hemos convertido nosotros mismos.

Los que vendrán después de nosotros no merecen que hayamos llegado a ser tan necios como para dejarles en herencia un cenagal sembrado de estrellas muertas.