De lunas, alas y vuelos

maxi olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

MATALOBOS

20 nov 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

No tengo por cierto que este despertar, este rutilante bostezo de la luna que siembra grano de plata en los campos de labor de la mar y de la tierra en los ojos de los búhos y en las astas de los ciervos, sea un presagio. Ni siquiera podría decir que si lo fuere, habría de anunciar mal o buen agüero. Desde hace un mes los medios de comunicación, después de hacernos saber de los desastres, las hambrunas, las guerras, las pestes y los terremotos que asolan la tierra, vienen advirtiendo del advenimiento majestuoso de la madre luna. Nos comunicaron a través de la lengua divina de los científicos que su luz iluminaría el planeta para, tal vez, bendecirnos en un último intento de salvación. Yo no me atreví hasta la madrugada del pasado martes a mirarla a los ojos frente a frente. Sostuve su mirada. Así noté que en mi interior la vida libraba una cruenta batalla contra sí misma.

Las catapultas del ejército exterior, derribaban inmisericordes los muros de mi corazón y el río salvaje que boca abajo trotaba desbocado por mis arterias, se tragaba irremisiblemente los restos de mi naufragio. Los astros, que no la astrología, siempre han influido en mis días. Nació conmigo el deseo de volar. Pero volar libre, sin alas ni enlatado en un avión. Volar como Peter Pan y no como el héroe americano Clark Kent que bajo su traje de pulcro reportero vestía sus leotardos azules e invencibles. Volar libre como las golondrinas de Bécquer o las cigüeñas que vienen de París. Así de inocente. Sin malograr el vuelo por el miedo a una caída, sino jugando con los vientos aprovechando sus corrientes, sus grutas silenciosas y sus turbulencias mágicas.

Mirando a la madre luna la madrugada del pasado martes, resucitó en mí ese deseo de volar que dormía abandonado en un rincón del desvencijado armario de mi breve historia. Por un momento me creí capaz de levitar, dejar atrás la jaula de mi galería y sobrevolar la agonía de la mar de Noia. Remontar los pinares del monte San Lois y dejando atrás las playas de Porto do Son, planear como un gavilán sobre los miradores de A Curota siguiendo a Mamá Luna camino de Cuba y Nueva York. Bailar un vals pianísimo sobre los tejados de Rianxo, Ribeira y A Pobra do Caramiñal y, retomando las brisas de Sálvora, precipitarme en vuelo rasante sobre Praia Xardín mareando las veletas de Boiro. Retomar en la brújula del viento el rumbo norte y juguetear entre los pezones de Monte Louro como un novio virgen en noche de bodas. Volver a casa a la del alba haciendo remolinos en la arena blanquísima de la playa de Carnota y, después de refrescarme en la cascada del Ézaro, abanicarme entre las velas y las redes de los malecones de Muros.

Un último esfuerzo para superar As Paxareiras y descender asustando a las palomas hasta las praderías de Mazaricos. Una parada en el campanario de San Adrián en Esfarrapa y una limpieza de cutis en las barbas de San Campio. Después, jugar al escondite con las garzas en Pontenafonso y dejando atrás la algarabía de los estorninos en Outes, volver a mi casa atravesando los cristales de la galería sentado sobre un rayo de esa Madre Luna que nunca volveré a ver según me informan los que creen que es imposible echarse a volar y volver para contarlo.