Roberto Alcázar y Pedrín

Maxi Olariaga

BARBANZA

06 feb 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Me he pasado estos últimos días cerrando los ojos, retornando al tiempo pasado hasta donde tengo recuerdo, evocando días gloriosos y horas fatales, un mar que navegué sobre la quilla frágil de mi pecho que al fin me ha traído hasta aquí, a estampar como si fuera un sello de lacre, la historia de mis días. Y a pesar de todo lo que gocé de mi juventud, a pesar del desarrollo de todas mis potencias con la madurez, a pesar de la independencia que parece dar el hacer las cosas sin permiso, meneado todo en la peneira de los años, me quedo con la infancia.

Soy un hombre con el alma entregada a la niñez y, como Peter Pan, me doy cuenta de que debí haberme negado a crecer. Me arrepiento de tantas cosas que he hecho y me han ofendido tantas veces gravemente a lo largo de mi vida, que con frecuencia estimo que no ha valido la pena dejar la infancia y embarcarme en la madurez.

Tuvo que haber un momento en mi vida en el que pude elegir si seguir adelante o quedarme a vivir en el país de Nunca Jamás. Tengo un vago recuerdo, una intuición de que me fue dado vislumbrar ese instante, pero fui tan torpe que lo dejé pasar.

Qué se yo. Tal vez me tomó por sorpresa en la oscuridad del Coliseo mordisqueando cacahuetes mientras en la pantalla Scaramouche volaba, espada en mano, sobre los palcos de los teatros franceses. O quizás sobrevino la ocasión aquel día en que llegué lloriqueando a casa porque María Esther, la hija del sargento de la Guardia Civil, abandonaba Noia para siempre con su padre destinado a las Castillas de donde vinieron. Estaba tan abrumado por la pena que dejé pasar la ocasión de comprar en taquilla un par de entradas y quedarme a vivir la vida en mi casa de diez años con mis pequeñas cosas al alcance, mis necesidades satisfechas, mi mundo dentro de otros mundos, mi amor sumergido en amores. La comuna perfecta, el amor compartido sin deudas ni haberes, el aroma frescal del baño de los sábados y el sol de los domingos de abril.

Días en que el abuelo Pepe me enseñaba a liar un cigarrillo a una mano mientras recitaba de memoria los Touros en Noia de Labarta. Días de lluvia en la galería contando el ejército de golondrinas que, formadas para revista sobre los cables, esperaban a que pasara el aguacero. Días de escuela, tardes eternas de invierno escribiendo al dictado con las destartaladas plumas sobre papel de nieve. Y la inocencia sobrevolando, filtrándose en los arcos de luz que tornasolaban el espacio en la penumbra del comedor donde el reloj abatía las horas veloces que terminarían arrancándome a traición de aquella edad.

Antes de Sartre y Schopenhauer, de Quevedo y Cervantes, de Rosalía y Bécquer y aún de Beethoven y Mozart, en mi cabeza vivieron Roberto Alcázar y Pedrín y acabo de descubrir que retornan a ocupar sus habitaciones y traen con ellos al Cachorro y al Jabato, al Capitán Trueno y al Guerrero del Antifaz cargados de trompos y estornelas y dispuestos a quedarse para siempre. Todo por leer a Scott Fitzgerald: «Crecer es algo terriblemente difícil de hacer. Es mucho mejor omitirlo e ir de una infancia a otra». Lo he meditado y he concluido que es cierto. Voy a desprenderme de los héroes de mi vida actual y abriré las puertas a Roberto Alcázar y a Pedrín. A ellos y a todas las alegrías y dolores de mi infancia. Adiós a la pena negra. Retorno al paraíso de donde nunca debí salir. Y me quedo para siempre.