Esmoquin, una patética elegancia

Maxi Olariaga

BARBANZA

30 ene 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Santiago Moncada (1928) ha sido premiado frecuentemente tanto por sus novelas como por sus guiones cinematográficos y, desde luego, por sus obras de teatro. Su actor fetiche fue siempre Arturo Fernández. Él estrenó esta pieza, Esmoquin, que el pasado 22 de enero el Teatro Liceo subió a las tablas del Coliseo de Noia.

A los noieses les gusta mucho el teatro. A pesar del frío que se quedó a vivir en la villa esa noche, el aforo rozó el lleno con un público que se lo pasó en grande contemplando la peripecia de seis personajes que, estos sí, encontraron autor. Antes de nada, decir que los actores estuvieron estupendos y que el trabajo de dirección y movimiento de escena se notó para bien. Esta obra dice mucho más de lo que se ve a simple vista sobre las tablas.

Aunque los personajes pertenecen a la alta burguesía, arquitectos, abogados.., cualquiera puede verse identificado en sus actos ya que sus vicios y sus virtudes son comunes a la humanidad. Se trata de la soberbia, la egolatría, la mentira, la inseguridad, la lujuria, el engaño, el desencanto y sobre todo el miedo a vivir para al fin morir sin dejar huella. «Siempre que veo esquelas de aniversario, pienso que son de gente que, o no acaba de morirse o un poder sobrenatural les obliga a resistirse a estar muertos».

La obra comienza con una larga escena de matrimonio rociada de humor elegante que empieza a decaer en lo grosero al final del primer acto, muy bien rematado con la estética de cinco personajes posando para el público tras el sofá, mientras el atribulado Arturo se sirve junto a las bambalinas una copa sobrepasado por el incierto desenlace que sobrevendrá en el segundo y último acto. Este segundo acto comienza incidiendo en lo chabacano para, poco a poco, dulcemente, remontar el vuelo hasta conseguir, cerrando el círculo, recuperar la elegancia primera que nos lleva a un logrado final en el que los dos personajes masculinos, rotas todas las amarras con sus vidas anteriores, bailan un tango clamoroso acabado en foto fija. Espléndido final y espléndida la idea.

Mientras tanto, ¿qué hemos visto?. Nada más y nada menos que a un hombre enfrentado a sus 60 años que decide ¡a esa edad!, recomenzar su vida, su matrimonio y hasta su profesión. Se lo toma tan en serio que cuenta a su esposa, ya de vuelta de todo, la gran mentira que ha sido su vida a fin de reiniciar una nueva relación basada en la sinceridad. Hay que hacer notar que el primer acto se celebra con vestuario informal y el segundo con los actores vestidos de rigurosa etiqueta para una cena que nunca llegará a celebrarse.

El esmoquin sienta muy bien a los hipócritas pero, a quien quiere de una vez desnudar su alma, le da una elegancia patética. Así que el autor zarandea a los actores como a peleles del pim, pam, pum y les hace recordar, aunque no se menta, la frase de Grandmontagne: «La verdadera elegancia no consiste en que aquello que nos ponemos nos mejore, sino en mejorar aquello que nos ponemos».

Actores y director nos dejan clara sobre el escenario, la certeza de esta frase que a veces hay que leer dos veces para darse cuenta lo patética que resulta la elegancia de la gente que se viste en función de la etiqueta. Para que conste su éxito, les nombro: María Filgueira, Baldomero Iglesias, Rosa Caamaño, Fátima Rodríguez, Isabel Veiras y Ramón Carredano que además dirige. La parte técnica, excelente. Santiago Moncada escribió también, «Esmoquin, un año después». Es una sugerencia.