Viendo pasar el tiempo

Maxi Olariaga

BARBANZA

07 nov 2010 . Actualizado a las 02:00 h.

Uno se pasa la vida recorriéndola como si fuese un desierto en busca del oasis necesario que alivie la sed eterna. Miramos atrás y vemos nuestras huellas difuminadas en la arena. Son los testigos incorruptibles de lo que fuimos y el camino borroso que lleva a lo que seremos. Ceniza y arena. Polvo de la tierra que el soplo de Dios aventará en el espacio inmenso que soporta el peso de las estrellas.

Todos los seres humanos somos almas perdidas abocadas a la tragedia de no saber qué será de nosotros cuando todo haya terminado. Tenemos miles de esperanzas que en la soledad de la noche se nos hacen irrealizables. Pero amanece y despierta otra vez el deseo. La lucha continúa y las armas descansan al pie de la cama. La lanza, la espada, el arco, las flechas? cuando uno cree no tener enemigos, para qué quiere armas. Ni siquiera sirven para proteger la vieja excusa de que tal vez algún día, en una mala hora, se hagan necesarias. La mayoría de nosotros transitamos por el espacio concedido soñando caminos como decía Antonio Machado y solo aspiramos a recoger lo sembrado. Pero en este mundo hay demasiadas tempestades, demasiadas lluvias y demasiados vientos.

Con frecuencia el sol abrasador consume nuestros campos y la cosecha se pierde un año tras otro y se convierte en fantasmas desdibujados, frutos desamparados que miran al cielo con ojos incrédulos. Siempre caminando tras las sombras desconocidas, siempre intentando escalar el arco iris, siempre intentando volar. Volar bien alto con las cigüeñas y emigrar cada invierno al sur buscando una nueva casa donde volver a comenzar a construir un sueño imposible.

Es verdaderamente trágico e incomprensible el hecho de vivir pero ya que estamos aquí tendremos que afrontarlo. Disfrutemos de la belleza, por ejemplo. Vale la pena vivir toda una vida por ver como el sol se esconde en verano detrás de Monte Louro y también vale la pena haber vivido por haber conocido el amor. No hay nada más hermoso que amar. Nada más bello que sentirse amado y usted y yo lo hemos sabido algún día y por eso nos ha valido la pena vivir.

Después están los dolores, la pena oscura que acecha al otro lado de la avenida. Aunque sabemos de su existencia, siempre toma nuestro castillo de sueños por sorpresa, siempre nos encuentra distraídos, jugando al escondite con nuestra inocente vida. Aún así, vencido el dolor, vuelve la vida y la alegría de vivirla. Esa constancia, esa contumacia que nos hace seguir adelante es un misterio inexplicable e inexplicado pero empuja con la violencia con la que el viento del norte alborota las nubes y se las lleva tras el horizonte. Siempre, en los días amargos, aparece una caricia amiga que amansa el desánimo, un amigo que te hace creer que con un corazón como el suyo, uno puede vivir sin corazón y arrojarlo lejos de sí al pudridero para que lo devoren los buitres que jamás abandonan su vuelo circular sobre usted. Siempre estarán ahí, el amigo y la belleza para consolar su travesía del desierto. Siempre, créame, habrá un hombre o una mujer que proteja su pecho desnudo y esté dispuesto a morir por usted. Pocos son los que se han sometido a esa prueba porque la falta de fe es mucha. Pero pruébese a usted mismo. ¿No entregaría su vida por alguien? Piénselo bien y responda sin mentirse. Así sabrá que en algún sitio debe haber alguien dispuesto a darlo todo por usted. Vale la pena vivir. Agárrese a la poesía y a las palabras bellas. Créase su propia historia y no dañe a su vecino.

Esa fotografía de hoy corresponde al actor Tom Skerritt que protagonizó El río de la vida (Robert Redford 1992). Tiene Tom una mirada que parece mostrarnos cómo vivir la vida viendo pasar el tiempo.