Dulce pájaro de senectud

MAXI OLARIAGA

BARBANZA

XENA AGEITOS

MAXIMALIA | O |

29 ene 2005 . Actualizado a las 06:00 h.

TENDRÍAN QUE ver esa fotografía en color. Es una explosión de vida y de ternura inmensurables. El rubicundo peinado de la dama deflagra un bosque de luz en la faz del hombre, un florentino quizá o un marino de Altea con los ojos abarrotados de cielo. Aunque el libro del Éxodo dice en 33:20 que nadie puede ver a Dios y seguir vivo, es seguro que este hombre lo ha visto más de una vez. Que incluso, ha peinado su barba nebulosa y descansado sobre sus pechos. Lo ha reconocido en los entes animados y en los inertes. En las aguas y en las puntiagudas arenas del desierto. En el hondo hogar marino de las anémonas y en el silente navegar del águila sobre el desdibujado mapa de las brisas. Rodeado de pájaros, anacoretas forzados, toma del brazo a su dama y presta su sonrisa al ojo oscuro de la cámara proyectando en su lente cada una de sus arrugas, cada uno de los caminos por los que, caminante, ha llegado hasta ese momento. Nadie podría decir si es un pordiosero o un multimillonario. Un artista o un tejedor de redes marineras. Un médico o un bibliotecario, quizás un albañil, tal vez un arquitecto. Tiene ese gesto que sólo da la madurez. El gesto que habilita al humano para ser definitivamente hombre, Dios de los cielos y la tierra, de la mar y de los ríos. La obra de Dios depositada sobre la hierba con sus propios dedos. Es el hombre perfecto. Es todos y es ninguno. Es uno. Uno de los nuestros, cualquiera de nosotros. No es un individuo con nombre y apellidos. Es el ser humano a punto de llegar al último recodo del camino andarín que lo ha traído hasta la cámara. Si se abstrae usted lo suficiente, no podrá decir si está vestido o desnudo. Ni siquiera asegurar si es usted mismo o lo que quisiera llegar a ser. Es la victoria, el triunfo del hombre que se ha preguntado muchas cosas y que, pacientemente, ha sabido hallar las respuestas hurgando dentro de sí y explorando el viscoso exterior de la placenta que, desde el nacimiento a la muerte, nos rodea como un capullo de seda. Es la satisfacción del ser humano que ha hallado la llave que abre las puertas todas, el hombre libre que podría decir como la actriz Inge Meysel (1910-2004), cuando la quisieron premiar en mérito a su carrera: «Una condecoración, ¿para qué? ¿Por haber sido una persona decente?». Bioquímica Es el gesto, la franqueza, la ingenuidad y la sorpresa de saberse capturado para siempre en la bioquímica que se produce con la irrupción de la sangre humana en el celuloide. Ciertamente, este ser humano no soporta a la gente que nunca se equivoca, ni las ataduras, las cadenas que, como a galeotes, nos fijan al suelo impidiéndonos emprender la aventura de volar. Volar alto, circundar la tierra y obrar el milagro de poder contemplarnos a nosotros mismos desde la ingrávida balaustrada de los astros. Concluir que sólo el aire del amor asaltará el horizonte inmaterial del hombre libre. Concluir, sí, como lo hizo Albert Camus: «Yo nunca pondría ninguna verdad por encima de la vida de un ser humano». Saberse tan antiguo que, sin duda, sin reproches, sin preguntas, uno daría la vida por la libertad. Así deberíamos llegar a ser. En eso consiste el pulimento que, a través de los años, deberíamos ejercer sobre nosotros mismos. Como modela los acantilados el incansable laboreo de los vientos y los mares, así deberíamos cincelar nuestras aristas hasta conseguir de nosotros mismos la divinidad que llevamos dentro. En la faz de ese hombre se refleja también la serenidad del rostro femenino, el ser humano completo, de modo que si pudiésemos voltear la fotografía, el panorama de la carne enamorada sería el mismo, así de tibio, así de dulce, así de pacífico. Estos días en Noia, en el club de jubilados, exponen estos su obra. Si no creen nada de lo que dejo escrito más arriba, se lo ruego, visiten la exposición. Ahí podrán encontrar todo lo que han maltratado, abandonado, despreciado por los senderos de sus vidas. Ahí hallarán que, efectivamente, las nieves del tiempo, platean las sienes del alma y, si no se emocionan ante tanta belleza derramada por las paredes, tendrán cada mañana que observarse en el espejo e intentar parecerse al hombre, a la mujer. Al ser humano que se esconde tras el silencio cobarde del miedo.