Desde la barra de su nave de piedra, el Porri ejerció de catalizador de aquella Vilagarcía distinta que latía bajo el marasmo general
19 ago 2024 . Actualizado a las 21:04 h.Llegará un día en el que la última persona que todavía nos recuerde cierre sus ojos para no abrirlos de nuevo. Entonces ya solo quedará de nosotros una marea de datos y preferencias digitales acumulados de forma absurda en un servidor. Con suerte, cuatro líneas escritas en alguna parte y un par de fotos que probablemente no interesen a nadie. De momento, sin embargo, ese día no ha llegado. Seguimos aquí, aunque solo sea para guardar y transmitir memoria. Uno de los nuestros, el Porrillo, ha dejado de hablar por sí mismo. Sucedió en Madrid, donde se había instalado hace unos cuantos años junto a Sandra, su pareja. A partir de ahora nos toca a los demás hacerlo por él, sin olvidar jamás que un tipo como él hizo de las suyas aquí abajo.
Hubo otros locales y otras historias. El bar Puerto de Vilaxoán, que sus padres regentaron antes de hacerse cargo del restaurante La Goleta, en la avenida de A Mariña. En ellos se bregó Porri en el noble arte de menear una barra. Pero nadie que haya vivido aquellos años de una cierta forma en Vilagarcía podrá desligar su figura de la del Corsario, la nave de piedra que pilotó entre 1991 y el 2002 (más o menos, porque no era ese un tiempo en el que las neuronas registrasen fielmente las fechas, como tampoco es fácil recordar hoy si nuestro hombre tenía 54 o 55 años).
Para quienes desembarcamos en Arousa desde otros mares, el Corsario funcionó como un anclaje. El descubrimiento de que, bajo cuatro o cinco topicazos y el marasmo más o menos generalizado, latía una Vilagarcía distinta. Al menos, una Vilagarcía que pudo ser diferente. Sintonizar con ella, gracias a un fulano de sonrisa perenne, en un garito repleto de pósteres, dibujos, música con sentido y mucho humo por todas partes, es el regalo que Porri nos hizo y nunca podremos agradecer lo suficiente.
Su vertiente más cultural fue cosa de Antón, su hermano Rici, un maestro con los lápices. Pero sin Porrillo como catalizador aquello no hubiese funcionado como lo hizo. En un tiempo sin festivales, cuando grabar una maqueta con un cuatro pistas costaba dios y ayuda, ellos se inventaron los Asaltos y editaron un caseto que recopilaba lo mejor y más auténtico que la música podía ofrecer por aquí. Sus ecos resonarían aún en las naves de Fexdega, si existiesen, claro. Tampoco hay rastro ya del Corsario. Cayó bajo la piqueta años después de que sobre él se hubiese desplomado algo mucho más duro: el silencio.
A Porrillo le quedaban todavía un par de balas, que disparó sin cuartel en As Áncoras junto a Óscar con la misma generosidad, el mismo desmadre y las mismas sonrisas, antes de poner proa a Madrid, de donde acertaba a regresar de vez en cuando.
Hace tiempo, alguien escribió unas líneas sobre la desaparición de aquel bar legendario. Como hoy no lo haríamos mejor, lo honesto es rescatarlas del olvido de la hemeroteca y dejarlas hablar: «Porrillo llevaba un pub de esos de los que pocos quedan en Vilagarcía: El Corsario. Emboscado en la Rúa do Castro, el barco de piedra del Porri surcaba la noche a toda vela para no tocar puerto hasta que el sol hería. Durante un tiempo habitó el local una pitón. El personal alucinaba cuando tocaba hámster de merienda. Al fondo, antes del cambio de barra, sobrevivía un mítico asiento de atrás, tatuado de historias y arrimadas salvajes. La música ponía las cosas en su sitio, alejada de trapalladas bailables. Y aunque el humo llenaba el pulmón y el garito, se respiraba más libertad entre sus volutas que en ninguna otra parte. ‘‘Todavía no me explico que echasen la casa abajo —dice Porri— creía que estaba protegida''. El menda, la verdad, tampoco. Al Corsario lo ahorcaron los alguaciles a multas».
La presencia del Porrillo goza de la mejor de las protecciones: la memoria de quienes recibimos de él mucho y muy buen cuartelillo. Para barrerla, los alguaciles tendrían que colgarnos a todos. Nunca olvidéis recordar.