Los semáforos más chulos del mundo

José Ramón Alonso de la Torre
J.R. Alonso de la Torre EL CALLEJÓN DEL VIENTO

VILAGARCÍA DE AROUSA

Martina Miser

Si Vigo es la capital de las luces navideñas, Vilagarcía debería ser la ciudad de los semáforos

10 oct 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Los semáforos son una fijación para muchos de mi generación. Siendo niños, se convirtieron en un símbolo del progreso y deseábamos que los instalaran en nuestras ciudades. Sucedía lo mismo con los ascensores, que ansiábamos tener un piso con uno, o con la televisión a colores. Los semáforos, los ascensores o las teles a todo color eran en los 60 lo que significa el AVE en 2021: si llega a tu pueblo, te sientes habitante de un país moderno y avanzado, si no llega, crees ser vecino de un lugar marginal y subdesarrollado.

Si hiciéramos una búsqueda por las portadas de las ediciones dominicales de los diarios regionales españoles desde hace 20 años, comprobaríamos que el AVE, su llegada o su demora, ha protagonizado esas primeras páginas más que ningún otro tema. No sé cómo se las arreglarán los jefes de portada y cierre para componer aperturas llamativas en los diarios de Valladolid, León, Cuenca, Albacete, Zaragoza o Valencia, donde ya tienen AVE y no despiertan tanto interés las noticias ferroviarias como en Vigo, Badajoz, Vitoria o Murcia donde lo esperan con angustia y emoción.

En Vilagarcía, también lo esperamos y su parada o no en nuestra estación y el número de enlaces directos diarios a Madrid es tema seguro de atracción y controversia. Pero llegará el AVE dentro de poco, por Navidad quizás, ha anunciado Pedro Sánchez, y nos quedaremos sin tema socorrido como nos quedamos sin tele a colores, sin ascensores domésticos ni semáforos callejeros para temas de portada cuando se generalizaron en la década de los 70.

Por eso, que esta semana fueran noticia en la edición de La Voz de Arousa unos semáforos, nos ha retrotraído a aquellos “tempos idos” en los que había un guardia de tráfico en la plaza de Galicia dirigiendo el tráfico.

En estos días de octubre, se celebra en el mundo el día sin coches y las ciudades juegan a regresar al pasado cortando algunas calles y permitiendo a los peatones que las recorran libremente. Podrían recuperarse aquellos guardias de casco y guantes blancos y hasta volveríamos a jugar al aguinaldo y a dejarles botellas de cava, tabletas de turrón y cajas de bombones al pie de la plataforma desde la que dirigían el tráfico.

Cuando a los 11 años me mudé con mis padres a un piso con ascensor, me dediqué durante semanas a subir y bajar en aquel aparato como si fuera un carrusel de feria. Lo de la tele de colores fue más tardío y costó que llegara. Primero empezaron con un sucedáneo. No sé si lo recuerdan, pero a finales de los 70, se comercializaron unos televisores con un filtro con rayas de colores pegado en la pantalla. Era un sucedáneo que nos hacía sentir que estábamos a un paso del tecnicolor. En realidad, era una sandez y un despropósito: veías a Pirri o a Rexach como si fueran marcianos de serie B: la cara amarilla, la camiseta verde gusanito y las piernas de color naranja. Era ridículo, pero los bares con filtro tenían más clientela que los que servían tele en blanco y negro.

Cuando solo había semáforos en Madrid, A Coruña y Vigo, vivir en ciudades pequeñas te provocaba complejo. Te sentías un Paco Martínez Soria de la vida y te consolabas con intangibles como la tranquilidad, el aire puro y otros recursos para mantener la autoestima a flote, pero la realidad era la que era: vivías en una ciudad pequeña en la que pasaban pocas cosas interesantes y la demostración palpable de ello era que no había semáforos.

Nunca he sentido tanta agitación de mi espíritu social y urbano como cuando llegaron los semáforos a mi ciudad. Iba al colegio y llegaba tarde porque me demoraba viendo a los operarios instalarlos, luego los levantaron y eran verdes y amarillos, al poco los pintaron a rayas rojas y blancas, como si fueran un equipo de fútbol, y, por fin, empezaron a funcionar y yo no hacía otra cosa que cruzar la calle una y otra vez sintiéndome habitante de la ciudad más cosmopolita del mundo.

Los semáforos han evolucionado mucho. Los muñequitos verdes y rojos son ahora inclusivos: en cada parpadeo cambian de género. También los hay que hacen ruidos extraños y hasta te hablan para que cruces o te detengas. Pero, sin duda ninguna, por encima de todos los semáforos del mundo, están los semáforos de Vilagarcía. Había uno en la plaza de Galicia que era una pasada de luces y señales avisadoras. Aquello parecía una feria. Se peatonalizó la plaza y nos quedamos sin el súper semáforo.

Pero entonces se inauguró el de Castelao y aquello fue el acabose: postes iluminados, avisos de colores, parpadeos refulgentes… Yo creo que Vilagarcía debería pregonarse como la ciudad de los semáforos al igual que Vigo se ha consolidado como la ciudad de las luces de Navidad. Es verdad que, a veces, como ha sucedido esta semana, los semáforos del cruce de O Piñeiriño se han estropeado y hemos recordado los tiempos del guardia con quepis blanco y las frustraciones de pueblo grande, pero han sido unos días solamente y ya anuncian una rotonda para el lugar. ¡Rotondas! Otro símbolo antiguo del desarrollo, pero más aburridas que los ascensores, los semáforos y la tele en color.