Poesía de una huida de 4.700 kilómetros

carmen garcía de burgos PONTEVEDRA / LA VOZ

VILAGARCÍA DE AROUSA

Martina Miser

Olesya Kanevska llegó a Vilagarcía con su familia hace 16 años desde Ucrania. Ha autoeditado un poemario

02 nov 2017 . Actualizado a las 13:30 h.

Dice que no es capaz de escribir más poesía. Pero no sabe aún que eso no es cierto porque solo tiene 20 años. Dice que es la sensación de frustración por la muerte de su abuelo materno, Vasily, la que la mantiene bloqueada. Aunque haga más de dieciséis años que no lo ve. La última vez fue poco antes de salir huyendo, con solo 4 añitos, de Ucrania junto a su familia. Termina todas las frases con una risita, breve, más aportando dulzura que remarcando una ocurrencia divertida. Detrás de las palabras de Olesya Kanevska no siempre hay alegría, pero sí honestidad. Y fragilidad.

La situación económica y social de su Donetsk de origen no les daba seguridad. Mucho menos su proximidad a Chernóbil. Menos de 650 kilómetros separaban el epicentro del horror nuclear de la ciudad de un millón de habitantes entre los que se encontraban ellos, los Kanevska, y los padres de Svitlana, su madre. Así que un día, sin entender mucho qué estaba ocurriendo, la metieron en un autobús y partieron rumbo a muchas horas. «Me acuerdo de preguntar todo el rato a dónde íbamos»», dice. Y que llegaron de noche. Y de que las personas que les alquilaron su primer piso, en Vilagarcía, junto a la gasolinera, no eran capaces de pronunciar su nombre, así que decidieron llamarla Alicia.

Y también, algo más tarde, todavía en parvulitos y sin saber nada de castellano, y mucho menos de gallego, el día que le pidió a la profesora que la dejara ir al baño. La maestra no le entendía, y por mucho que ambas se esforzaron no fueron capaces de comunicarse. Así que Olesya se sentó en su sitio y se hizo pis. Cuando llegó su madre le explicó lo que había pasado, y lo primero que hizo Svitlana nada más llegar a casa fue enseñarle a pronunciar sus primeras dos frases: «¿Puedo ir al baño?» y «¿Puedo dibujar?». Eran los dos permisos que necesitaba para abrirse paso en la vida.

No quedaba mucho para que la familia se hiciese aún más pequeña. Solo un año después de llegar a Galicia -de la que una amiga de la madre que había trabajado en la vendimia les había hablado muy bien-, su padre regresó a Ucrania. No terminaba de adaptarse a su nuevo hogar. Fue la última vez que Olesya le vio. Igual que a sus abuelos y al resto de su familia. Junto a ella, enseñándole frases importantes, se quedaron su madre y su hermano mayor, Bogdan.

Con él su madre todavía habla con frecuencia en ucraniano. A él le dio tiempo a ir al colegio en su país natal antes de mudarse a Vilagarcía. A la pequeña Olesya no, así que las mujeres se comunican en castellano. «Cuando se enfada empieza a hablar en ucraniano, y es así como sé cuándo lo está de verdad», vuelve a reír. De tanto escucharlo ella lo entiende bien, mejor de lo que lo habla. La pronunciación se le ha ido adaptando al español y al gallego con el paso de los años. A partir de los 11, para ser exactos. Fue entonces cuando, para evitar que sus compañeros o algún desconocido se metiera con ella, redobló esfuerzos para quitarse el acento extranjero. Svitlana aún lo tiene. Puede que hasta lo use para coger fuerzas para seguir adelante en su nueva vida y para sacar adelante a sus dos hijos.

«Garabatos» con rima

Bogdan ya se ha graduado en Relacións Laborais y trabaja en una oenegé en A Coruña. Ayuda a inmigrantes. Y Olesya, mientras, ha aprendido tan bien el idioma que se ha convertido en poetisa. Hasta hace no mucho decía que su sueño era editar un libro que le diese dinero suficiente para dar a su madre lo que se merecía. Ahora, en su tercer año en la Facultad de Comunicación Audiovisual en Pontevedra, ha ido descubriendo que puede escribir aunque sienta que no tiene nada que contar todavía. Quiere ser guionista de animación.

Pero antes de aparcar su breve carrera como poetisa quiso hacerla realidad. A principios de agosto fallecía su abuelo Vasily. No se lo esperaba, por eso se enfadó tanto. Acababa de pedir una beca erasmus para una universidad al este de Polonia que le permitiera acercarse con frecuencia para, por fin, disfrutar de unos abuelos que suponen su único recuerdo de su pasado en Ucrania. Se la concedieron. Pero la universidad no volvió a dar señales de vida y, tras varios intentos, la Administración decidió romper el convenio con ella. Olesya se quedó en tierra y sin Vasily. Todavía está allí su abuela, Ludmila, y aspira a conocerla y a abrazarla algún día. Pero primero tiene que sacudirse esa sensación de que no era el momento adecuado, de que llegó demasiado pronto. De que siempre llega demasiado pronto.

Y cogió trece de sus poemas y los seleccionó para su primer libro, autoeditado. Y los rechazó. No eran suficientemente buenos, cada uno por una razón suficiente. Y los retomó, y decidió que tampoco eran tan malos, y los reeditó, y a principios de septiembre los llevó a imprimir. Hizo ocho copias, y a cada una de ellas le hizo una ilustración diferente. Cinco fueron a parar a manos de sus «amigos más sincero y honestos», y otros tres a las madres de algunas amigas suyas que siempre la cuidaron. Está esperando qué le digan qué les parecieron sus Garabatos. Porque en ellos hay una vida, un largo viaje y un futuro que, seguro, rimará.