Reparte suerte donde lo que se busca es salud

María Hermida
maría hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

VILAGARCÍA DE AROUSA

José Manuel Magariños, en su puesto de Montecelo, donde además de vender ejerce de auténtico servicio de información.
José Manuel Magariños, en su puesto de Montecelo, donde además de vender ejerce de auténtico servicio de información. ramón leiro

José Manuel vende cupones en el hospital de Montecelo; los enfermos comparten con él penas y alegrías

20 abr 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Después del sorteo de la Lotería de Navidad, cuando uno comprueba que ese año tampoco le toca ser rico, suele decirse eso de que «por lo menos que haya salud». Como si estar sano fuese solo un premio de consolación. Pero cuando una enfermedad acecha la cosa cambia. Y nadie cambia sanar por dinero, aunque se trate de una lluvia de millones. Lo sabe bien José Manuel Magariños. Él es la persona que vende cupones en la entrada del hospital de Montecelo. Le compra el personal del centro sanitario, los que acuden a las consultas y, también, muchos enfermos que bajan en pijama y bata a por sus billetes. Todos, sean quienes sufren en sus carnes una patología sean quienes tratan de curarles, saben bien que la mejor suerte es estar sanos. Pero, aún así, buscan también que la fortuna les sonría un poco. Hablando de ese binomio ideal, de que la salud y el dinero acompañen, la conversación con José Manuel arranca con una anécdota de esas que uno casi preferiría no haber escuchado.

Cuenta este hombre, que es de una aldea de A Estrada y vende cupones en Montecelo desde el 2008, que había una paciente joven, de solo 27 años, que solía comprarle a menudo y que un día se juntó delante de su mesa de cupones con otra clienta, reticente a probar suerte con los billetes de la ONCE. La muchacha la animó. «Díxolle á muller que comprara, que a ela xa lle tocara catro veces... Entón a señora maior díxolle á nova que ela era moi afortunada se tivera tantos premios. E a moza contoulle que niso si que tiña sorte, pero que tamén lle tocara un cáncer de fígado e outro de colon. Ao pouco tempo, esa rapaza morreu». Es difícil volver a hablar de cosas menos trascendentes tras este relato. Pero, por fortuna, enseguida llegan un par de clientas. Son las once de la mañana y José Manuel ya ha acabado los cupones en papel para el día. A los que los quieren para esa jornada, se los saca ya de la máquina. Una de las mujeres, le pregunta por el horario de los buses. Él habla como un libro abierto. Es más, agiliza la venta del cupón para que llegue a tiempo a coger el autocar. Otra le pide que le indique dónde está la cafetería, cosa que hace al momento... José Manuel, además de vendedor, es una suerte de servicio de información: «Se podo axudar, eu encantado», dice. Y señala al aparato donde hay que coger las tarjetas para la televisión, que mucha gente no entiende y él les ayuda con la máquina. «É fácil», dice.

Entre clienta y clienta, a José Manuel no le importa desnudar un poco su vida. Va de atrás hacia adelante. Viaja con su mente a su infancia, cuando ni siquiera necesitaba gafas. En la adolescencia sí empezaron sus problemas de visión. «Non sei se tiña medo a quedarme cego, o que me doía era aquela sensación de ir coas gafas gordísimas e que a xente te mirara ou se metera contigo. Iso é moi duro... Pasoume hai pouco, que se sentou aquí unha clienta que pesa 270 quilos e a pobre todo o mundo a miraba... Como si non tivese ela bastante», cuenta.

Era administrativo

Pese a que la vista ya le fallaba considerablemente, trabajó primero en un despacho de Renfe y luego como administrativo, hasta que la situación se hizo insostenible.

«Opereime dúas veces e aínda así teño 21 dioptrías. Puxéronme unhas lentes internas pero sigo tendo moitos problemas», explica. E

ntró entonces en la ONCE. Primero fue vendedor callejero en Marín y Vilagarcía. Y luego vino el destino de Montecelo. Está contento.

«Eu onde me manden estou ben. Gústame moito vender, canto máis mellor»

, enfatiza con sonrisa.

Como quiere vender mucho, alarga bien su jornada laboral. Se levanta antes de las seis de la madrugada. Y, aunque a veces lo traen en coche, lo normal es que coja dos autocares para llegar a Montecelo a las ocho de la mañana. No se marcha hasta cerca del anochecer. Cuando recoge sus cupones, se lleva con él más de una historia. Confiesa que las mejores surgen cuando «alguén que cría que tiña algo malo lle din que todo está ben».