En la de Angelito ya no se baila, ni se venden ataúdes, ni se arreglan zapatos, ni se recoge la leche para Larsa, pero esta taberna de Meis casi centenaria sigue teniendo muchas cosas que ofrecer
02 feb 2024 . Actualizado a las 05:00 h.En la de Angelito aún huele a ultramarinos, un aroma que solo pueden apreciar las narices de más de cincuenta años; las que han asistido a la transición de las antiguas tiendas de alimentación a los supermercados, del mostrador a los lineales, de comprar a débito anotando en una libreta a pagar con tarjeta a través de la TPV... La de Angelito es una de esas tabernas de aldea que han resistido al cambio de los tiempos dejando muchas cosas por el camino.
En Meis no descubrimos nada nuevo. Este establecimiento lleva al pie del cañón desde 1932, pero estos días se ha convertido en noticia porque el Concello lo acaba de distinguir con sus galardones anuales, y esta mención invita a hacer un poco de historia.
El negocio lo abrieron Ángel Sixto y Pastora Peña. Él era un emprendedor que viajó a Estados Unidos y a Cuba, donde, además de ir a buscar fortuna, aprendió inglés y se trajo reliquias como el pesado baúl que la familia aún conserva en la sala de estar al lado del televisor. Ella formaba parte de una saga de comerciantes de Cambados, hermana de José Peña, fundador de la conservera del mismo nombre, y bregada en los mercados y ferias, adonde acudía con su madre a vender telas.
El matrimonio decidió instalarse en la parroquia de San Salvador y puso en marcha uno de esos locales llamados a ser un centro social de la época en el que tan pronto se montaba un salón de baile, se instalaba un zapatero como se vendían ataúdes.
Alejandro López, la tercera generación al frente del negocio, aún recuerda hoy, a sus 57 años, «el cuarto de las cajas», de las cajas de los muertos, porque a falta de funeraria en la zona, la de Angelito se convirtió en distribuidor de féretros que despachaba a demanda.
Hacía mucho más. Servía de punto de recogida de la leche para los ganaderos de la zona que abastecían a Larsa y servía comidas los 9 y 24 de cada mes. Eran los buenos tiempos de la feria de ganado de Mosteiro, una época en la que había tantas vacas y cerdos que la gente no tenía tiempo ni le salía a cuenta cuidar las vides. En las tierras del tinto de Barrantes, en la de Angelito se servían litros y litros de «vino de Castilla», jarra a jarra y taza a taza.
Compitiendo en precio
Del chiquiteo y la cháchara de entonces se ha pasado a los refrescos y a las prisas que se gastan los repartidores de Amazon y los obreros que paran por allí. Cuenta Alejandro que muchos los eligen porque la Coca Cola y el Aquarius están más baratos que en las estaciones de servicio, de modo que a los trabajadores les compensa desviarse de la autovía. Allí los precios todavía se leen en etiquetas rotuladas con números de cuidada factura como el 9,40 que asoma al pie del Carbonell 04. Es un sistema cómodo y rápido, y más tratándose del aceite que cambia de precio cada semana, cuenta el empresario.
Estamos en el pasillo de la alimentación y no hay más que girarse para entrar en el de la ferretería y dar cuatro pasos para enfilar el de la droguería. Todo está cerca, apiñado y con gran variedad de género, ofreciendo una estampa que recuerda a la de un chino. Pero en la de Angelito toman distancia de la estética y del modelo asiático. «Aquí temos calidade», matiza Alejandro. Tanto es así, que hay quien acude a propósito a este punto a medio camino entre Barrantes y Mosteiro para comprarse un par de guantes para trabajar en la obra «porque estes non rompen tan rápido». En la de Angelito ya no hay ladrillos, que los hubo, pero sigue suministrando herramientas, tornillos y hasta grifos para atender las necesidades de los manitas de la casa y algún profesional. Y hay papelería para que el chaval pueda hacer los deberes y correas y piensos para las mascotas.
Es uno de esos Corte Inglés de aldea a los que nadie va a hacer la compra semanal que llena el maletero, pero que saca de muchos apuros a la hora de la cena o de reponer el bote de champú. Con todo, se acabó aquello de estar disponible a todas horas. Hoy se informa en la puerta de un horario de cierre y apertura, nada que ver con aquellas jornadas maratonianas tras el mostrador, de lunes a domingo, que en los días de fiesta llegaban a las cinco de la mañana, según relata Lolita. Ella, junto a su marido Alejandro, de 83 y 82 años respectivamente, conforman la segunda generación en un negocio en el que han envejecido y visto crecer a sus hijos y en el que fueron protagonistas y testigos de una época en la que la sal se vendía por sacos para salar el cerdo y cuando se compraba una gaseosa se acudía a la tienda con el casco de otra vacía. Otras cosas no han cambiado tanto. En la de Angelito aún se despachan arenques por unidad y hojas de bacalao sobre un mostrador-nevera de aluminio que en 2024 pasa por ser un tesoro vintage. La cortadora de embutido sigue cumpliendo años flanqueada por media docena de paraguas colgados y las cajetillas de tabaco, y es que esta tienda también es estanco y punto de venta de la Once. ¿Quién da más?