Sito Miñanco afronta tres décadas más de cárcel tras pasar entre rejas 30 de sus 67 años

CAMBADOS

Preso Miñanco. El archivo fotográfico de Prado Bugallo, desde los años noventa, se nutre de imágenes suyas en juicios estando en prisión. Como esta en el 2004, con un aspecto muy alejado del habitual.
Preso Miñanco. El archivo fotográfico de Prado Bugallo, desde los años noventa, se nutre de imágenes suyas en juicios estando en prisión. Como esta en el 2004, con un aspecto muy alejado del habitual.

Su pulso al Estado ha hecho que pierda todo y arrastre a familiares a una celda por blanqueo de capitales

05 dic 2022 . Actualizado a las 09:07 h.

El preso José Ramón Prado Bugallo encarna el personaje de Sito Miñanco en la cárcel de Dueñas (Palencia), a 480 kilómetros de su Cambados natal. El lunes le notificaron el fallecimiento de su madre, la negativa de asistir al sepelio y la petición de 31 años de cárcel planteada por la Fiscalía Antidroga de la Audiencia Nacional por su última detención [operación Mito, 2018]. Tres reveses en un día que el máximo exponente de la revolución de la cocaína vivida en Galicia a finales de los años ochenta y noventa encajó de malos modos. Y eso que el otrora capo, actualmente no está considerado preso de especial seguimiento al cumplir una condena por blanqueo de capitales que no implica pertenencia a delincuencia organizada.

Pero Miñanco, a sus 67 años, sabe que su biografía venidera se escenificará tras los muros de una u otra cárcel española; se enfrenta a cargos demasiado rotundos para regatear la que sería su cuarta sentencia condenatoria [acumula dos por narcotráfico y otra por blanqueo]. Una trayectoria delictiva iniciada hace cuatro décadas por la que ha dormido sobre el jergón de una celda 30 de sus 67 años y que, salvo sorpresa, lo mantendrá encerrado hasta que, si la salud lo respeta, sea nonagenario. Los cuatro últimos dígitos de su número de identificación penitenciaria, 1984, revelan el año de su bautismo carcelario; un formato de código que se reitera en cada preso español.

El estreno carcelario de Prado Bugallo llegó por aquella ambiciosa operación policial contra la mafia del tabaco na terra, liderada por el juez José Luis Seoane Spiegelberg, que procesalmente no sirvió para nada, pero sí puso nombres y apellidos a los contrabandistas que, años después, otorgaron a Galicia su peor estigma: el de territorio narco. Miñanco, entonces, permaneció siete meses entre rejas. Lo siguiente, en 1991 y ya por tráfico de cocaína a gran escala, implicó ver pasar los días en prisión durante siete años. En el 2001 regresó a una celda por los mismos cargos, ya como responsable de un emporio criminal vertebrado entre Colombia, la costa occidental de África y España. Permaneció encerrado ininterrumpidamente hasta el 2016, cuando obtuvo el tercer grado con permisos. Los aprovechó para armar otra gran organización y seguir en la cresta de la gran ola blanca hasta su última detención, en el 2018.

Desde entonces vive encerrado, sabedor de que el último tramo de su vida seguirá sujeto a la disciplina penitenciaria y, solo él puede decirlo, valorando si ha merecido la pena el beneficio de los delitos cometidos en comparación con el tiempo que ha estado y estará encerrado. Un balance interno que invita al pesimismo por el hecho de verse privado de libertad y sabedor de que sus pecados procesales arrastraron igualmente a la cárcel a su hija mayor y a su exmujer, condenadas ambas en el 2019 por blanqueo de capitales en la misma sentencia que cayó sobre él. Un fallo que también implicó el embargo de Inmobiliaria San Saturnino, con un patrimonio tasado en diez millones de euros adquirido con las ganancias de la cocaína; la jugosa herencia enmascarada de legalidad que el primer gran narco de la cocaína en España ideó en los años 80 para legar a su familia.

La trayectoria de Miñanco refleja también que las amistades y lealtades forjadas en los años de prosperidad delictiva se han esfumado; basta saber qué visitas recibe en prisión para conocer quiénes se interesan aún por él. Ni rastro de mucha de su gente de siempre, a la que fue dejando por el camino, amigos incluidos. Tampoco en su pueblo, Cambados, conserva demasiadas simpatías. El rol de mecenas del equipo de fútbol local es hoy un mal recuerdo a caballo entre lo anecdótico y lo folklórico. Tampoco queda nada de aquel jovenzuelo pescador que jugaba en ese club de fútbol y que la hemeroteca de la época retrata, sobre el campo y vistiendo de corto, de patada fácil, con demasiadas sanciones acumuladas por la reiteración de tarjetas rojas.

Miñanco perdió el pulso que envidó al Estado con su reiteración enfermiza por importar cocaína sudamericana. Solo le queda la peyorativa leyenda que lo retrata como el favorito de los narcos colombianos, el hombre que nunca erraba una descarga, el avezado constructor de narcolanchas nunca vistas en Galicia o el generoso capo que regalaba millones de las antiguas pesetas a vecinos y empleados para operaciones médicas u otras causas de fuerza mayor. Un altruista halo que gente próxima a él, algunos con años en prisión por trabajar con el mismo Miñanco, desmitifican con un argumento rocoso: «No hay nadie que estuviera con Sito en el negocio y hoy pueda decir que le fue bien y se retiró siendo millonario. Con Sito nadie creció nunca, otra cosa es que él quisiera comprar buena fama siendo generoso en momentos puntuales».

Pero Miñanco, más allá del balance vital y de lo que ha dejado de disfrutar por estar media vida en prisión, sabe que en su realidad, la penitenciaria, esa leyenda que arrastra sí le beneficia. Tanto entre la comunidad reclusa como entre los funcionarios de las prisiones en las que permanece por temporadas. Su prestigio de gran señor del narcotráfico le reporta el respeto de muchos internos. Pocos o ninguno se atreven a jugarse los cuartos con él, que tampoco busca problemas. Sabe, tras tres décadas de experiencia, que la vida en prisión se lleva mejor alejado de los problemas. Su rol le permite tender puentes entre los presos y los funcionarios, incluso ganarse la complicidad de algunos trabajadores. Ya sea mediando en conflictos u ofreciendo empanadas cocinadas en su Cambados natal para hacérselas llegar a funcionarios que se portan bien con el otrora capo, como ocurrió en la cárcel de Zaragoza.